Y escuchaba el “rechinar” de la puerta, y el miedo se apoderaba de su ser… el hartazgo, el dolor, el odio; esas ganas de salir corriendo, gritar, liberarte… y en un pestañar, regresar a la realidad que había elegido, y de la que no quería, o no podía salir.
De pronto estaba ahí, parado frente a mí, relata Lizeth, una joven madre, que vivió las peores humillaciones de parte de su esposo; él, de nombre David, la enamoró cuando apenas cumplía los 23 años.
Al principio todo era miel sobre hojuelas… y los preparativos de la boda comenzaron tan solo cinco meses después de haberse conocido. Ella ilusionada, como toda mujer, escogía el vestido que utilizaría el gran día. Hasta ese momento, David, no mostraba indicios de la agresividad, que más tarde se apoderaría de su relación.
Se casaron, y meses después, llegó el primer embarazo; fue ahí cuando todo empezó a romperse, recordó con su voz entrecortada… Los celos enfermizos, los jaloneos, las faltas de respeto, comenzaron a ser parte de su día a día.
“Tuve un noviazgo muy corto, yo creo que ese fue mi error. Todo iba bien, nos casamos por decisión propia, no por compromiso. Eres una tonta, una estúpida, fueron las groserías más leves que recibí”.
En un par de años, su matrimonio se había convertido en el calvario más cruel, que a su corta edad, Lizeth había vivido… Desesperada por rescatar la familia, con la que había soñado, desde que David se cruzó en su camino, decidió trae al mundo a su segundo hijo; la niña que ambos anhelaban.
“Yo pensé que él iba a cambiar, esperábamos una niña, como queríamos, pero no, las faltas de respeto cada vez eran más fuertes, y yo trataba de defenderme, no con la misma fuerza, pero ya no me quedaba callada”.
Los meses transcurrían, y el dolor era cada vez mayor; el amor que sentía por David, se convirtió en sufrimiento, decepción, soledad, desesperación, “sientes como un choque de emociones, sabes que las cosas no están bien, pero tomar la decisión de separase es muy difícil”.
Habían pasado cinco años, desde el enlace matrimonial, cuando “me quiso ahorcar”… “fue ahí que decidí agarrar fuerza e interpuse la demanda de divorcio, y me fui con mi familia”, sostuvo. Nunca se imaginó, que justo en ese momento, iniciaría otro pesado peregrinar.
Desde el Sistema DIF hasta la Fiscalía General de Justicia del Estado, conocían su caso, pero nadie la apoyaba; desubicada y sin ninguna asesoría, ni apoyo de las autoridades, acudía casi a diario a ambas dependencias, para saber cómo avanzaba su denuncia.
David, de profesión arquitecto, contrato una abogada para su defensa, “yo no sabía cómo protegerme y proteger a mis hijos y me hicieron firmar un documento donde yo le permitía ver a los niños cuando él quería”.
Todo marchaba medianamente “normal”, hasta que un día secuestró a los pequeños; “los saco de la escuela, y durante un mes los tuvo encerrados en su casa”, estalló en llanto.
¿Y las autoridades?, le pregunte: “ellos no hicieron nada, me decían que no se podía, porque era su papá y no había delito que perseguir”.
“30 días sin ver a mis hijos, estaba desesperada y nadie me ayudaba”, recordó. Hasta que se armó de valor, y acompañada de su familia tocó la puerta del mismo hombre, que en el altar le había prometido amor eterno, y rescato a los menores.
“Golpeo a mi mama, a mi hermano, y no me quedo más que salir del Estado, y volver a empezar, pero hoy puedo decir que valió la pena”.
Lizeth, forma parte de la estadística, de las miles y miles de mujeres que sufren violencia familiar, y que pesar de pedir ayuda “nos topamos con una enorme pared, leyes que no se aplican e instituciones que no te ayudan”.
Al día de hoy, radica fuera de su natal San Luis Potosí, y aunque no ha podido abatir el miedo, trata de llevar una vida normal, como la de cualquier mujer.
“Ahí la llevo, yo solo pido que no me encuentre, porque no sé de lo que sería capaz”, finalizó.