Bajo un cielo que amenaza con las primeras heladas, Humberto Quintana Rosales se inclina sobre la tierra húmeda, con las manos curtidas de trabajo, rodeado por un océano de cempasúchil en pleno esplendor. Estamos en la colonia El Morro, en Soledad de Graciano Sánchez, donde las flores amarillas se alzan como soles diminutos, iluminando los campos y avivando la esperanza de una buena cosecha.
Pero, como cada año, la incertidumbre sobrevuela las expectativas del agricultor, quien confiesa que esta es apenas su segunda temporada en la siembra tras la pausa obligada por la pandemia.
“Este año tenemos miedo de las heladas”, cuenta Humberto mientras observa el cielo. “Si caen, se acaba todo. La flor no se cosecha”. Las palabras salen pesadas, como si arrastraran el peso de años de experiencia, de pérdidas y de resistencia. El cambio climático ha golpeado fuerte; las temperaturas, antes previsibles, ahora juegan en su contra. Pero la esperanza nunca se agota, como esas flores que aún logran abrirse en medio de un campo siempre incierto.
Al recorrer las filas interminables de cempasúchil, un aroma dulce y terroso inunda el aire. Aquí, la flor no solo es cultivo, es tradición viva. El cempasúchil, con su color dorado vibrante, es un símbolo ancestral del Día de Muertos, una festividad que Humberto guarda con cariño, aunque reconoce que la venta es cada vez más incierta. “Andamos con la incertidumbre de la India, que trae flores más baratas. Uno aquí le hace la lucha, pero no sabemos qué va a pasar este año”, dice, frunciendo el ceño.
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En el pequeño terreno, alrededor de 14 personas trabajan entre surcos, con paciencia y dedicación. Son familias enteras que dependen de la venta de la flor para subsistir. El año pasado, el precio de un manojo oscilaba entre los 50 y 150 pesos, dependiendo del tamaño. Este año, todo es una incógnita, pero la esperanza se mantiene en la cosecha, que se intensifica hacia el 26 de octubre y dura apenas hasta los primeros días de noviembre, cuando la celebración alcanza su punto más álgido.
Pero no todo es trabajo. En esta época, el campo se convierte en un imán para los jóvenes que buscan capturar la magia de las flores en sus cámaras. “Vienen muchos, hasta de las escuelas, a tomarse fotos. Me parece bonito, así no se pierden las tradiciones”, dice Humberto con una sonrisa ligera. La imagen es poética, pues entre los surcos dorados, los jóvenes, ajenos al esfuerzo que hay detrás, se bañan en la luz del cempasúchil, como si quisieran absorber parte de esa herencia de color y aroma.
Sin embargo, este año no solo es el cempasúchil el que ocupa el corazón de Humberto. La flor de mano de león, una especie que con sus colores rojizos y magentas desafía la tonalidad predominante del campo, ha comenzado a abrirse paso en su terreno. “Es una flor más delicada, pero también más cara”, comenta Humberto mientras señala con orgullo los primeros brotes. Un puñado de semilla de esta flor puede costar hasta seis mil pesos, una inversión que trae consigo el riesgo de que las condiciones climáticas se vuelvan en su contra.
Humberto, el último de su familia que decidió quedarse en el campo mientras otros migraron al norte en busca de mejores oportunidades, siente el peso de continuar con la tradición. “Mi familia me dice que siga con esto, que no lo deje. Alguien tiene que mantenerlo”, dice, mientras acaricia uno de los tallos de la flor de mano de león. Y aunque el futuro es incierto, el amor por la tierra sigue siendo más fuerte que las adversidades.
Así, en este rincón de Soledad, la cosecha de cempasúchil y mano de león no solo pinta el paisaje de octubre, sino que cuenta la historia de aquellos que, como Humberto, se aferran a la tierra, a la tradición y a la esperanza, en un mundo que cambia más rápido que las estaciones.