El fuego ha dejado su huella en la Sierra de San Miguelito. Roce de muerte y eclipse. Tras su marcha queda un lastimoso paisaje: colinas ennegrecidas que exhalan su hedor a humo y tristeza. Árboles, pastizales y montes desaparecieron. La vida también.
En los aires, el humo y las hélices. Columnas que se vislumbran a kilómetros como pidiendo ayuda.
De la nada aparece doña Mercedes, nerviosa, inquieta, también vi la humareda y pide a los rescatistas novedades del fuego; se angustia porque vive a las faldas de la Sierra de San Miguelito. Más que por ella, teme por sus animalitos de corral vacas, chivas, puercos y unas alborotadas gallinas con sus pollitos.
Es la zona llamada Cañada de Lobo a unos cuantos pasos de la zona de incendios, se escucha el crujir de las ramas por el fuego, retumba el sonido de las helicópteros tratando de sofocarlo.
Lucha que parece eterna surcando los aires tras el manto de un humo espeso.
A tierra, decenas de brigadistas se arriesgan por apagarlo. Para llegar no hay brechas, ni hay caminos, solo piedras y espinas. El resto es carbón y ceniza tras el bestial ataque del fuego.
En la parte alta de la sierra de San Miguelito el viento lo descontrola todo con ráfagas que reavivan el fuego que consume a una vegetación indefensa.
En la sierra hay tensión e impotencia; frustración y coraje.
Los helicópteros vuelven a cargar sus baldes y regresan para combatir a la bestia.
El atardecer cae, es tiempo de retirarnos.
Bajo del cerro y regreso a mi vehículo. En marcha a la redacción, todo empolvado, enciendo la radio donde políticos refieren del esfuerzo para apagar el incendio; hablan de los más modernos y efectivos hidrantes; el gran equipo tecnológico para extinguirlo, pero en la zona de fuego no vi nada de eso, solo valientes brigadistas, esforzados y hábiles pilotos así como heroicos combatientes.
Sólo cenizas donde hubo fuego.
No podemos darnos el lujo de perder un metro más de sierra.