/ jueves 29 de octubre de 2020

Las figuras del Día de Muertos resistieron la desaparición de las tradiciones europeas

Disfrazadas de dulce son las delicias de niños y adultos

Uno de los ritos que contrasta entre la cultura mesoamericana y la occidental es el Día de Muertos. Mientras en Europa la muerte es triste, lúgubre y existe una relación apesadumbrada con los muertos, en nuestro México es muy diferente, la gente pone los altares, comida, música y bebida a los que murieron, va a los cementerios a convivir --y a platicar incluso-- con los antepasados. La muerte no es otra cosa más que el término de un ciclo, recordar a los muertos es abrazar a la vida, les hacemos un reconocimiento, porque somos lo que ellos fueron pero en un nuevo ciclo.

Este reconocimiento, tiene un origen ancestral y es que los mesoamericanos tenían el privilegio de comer la carne divina en forma de figuras de amaranto (huauhtli), pues se creía que de esa materia estaban hechos los dioses.

“En el sistema religioso, tocaba a los tlamacazque o sacerdotes especializados, la labor ritual de sacrificar a las víctimas humanas, nadie más podía hacer esto, pues estaría cometiendo un sacrilegio y un crimen, sin embargo la gente común, tenía la oportunidad de sacrificar directamente –como una imitación del ritual oficial- a las esculturas de amaranto, procedimiento que se realizaba con la misma solemnidad, con cuchillos de obsidiana o de pedernal”, describe el arqueólogo Eduardo Merlo Juárez, en el libro Amaranto, comida cotidiana y ritual, el cual forma parte de la colección Tonacayotl de Fundación Herdez.

A medida que el virreinato se fue afianzando en la Nueva España, muchas de las prohibiciones y anatemas de los primeros tiempos fueron superadas. Lejos del celoso cuidado de la Inquisición, en los pueblos alejados de las sierras o en las selvas, los indígenas siguieron haciendo las figuras sagradas de masa de maíz, amaranto y miel, es decir los tzoalli.

Las efigies de los antiguos dioses cambiaron resguardadas en formas de serpientes, venados, coyotes, ocelotes, de águilas, palomas, monos ranas y otros animales, los que antes eran los nahuales de Tezcatlipoca, de Tláloc, Quetzalcóatl, Camaxtle, Chalchiuhtlicue, Centéotl o Tonantzin.

“Disfrazadas de golosinas, esas figuras se defendieron de sus enemigos naturales: la ignorancia, soberbia, intolerancia y prepotencia, aunque no del desdén y de la discriminación de los que se creyeron herederos raciales de los conquistadores y despreciaron su presencia y consumo”, señala Eduardo Merlo.

Por fortuna, sobre todo para las personas que viven alejadas de las grandes ciudades, el huauhtli sigue consumiéndose en nuestros días como un dulce delicioso, adornado con pasas o chocolate, en forma de cuadros, galletas y corazones, pero también en su calidad de huauhzontles, o bien, sus hojas tiernas que son los quelites nutritivos.

Uno de los ritos que contrasta entre la cultura mesoamericana y la occidental es el Día de Muertos. Mientras en Europa la muerte es triste, lúgubre y existe una relación apesadumbrada con los muertos, en nuestro México es muy diferente, la gente pone los altares, comida, música y bebida a los que murieron, va a los cementerios a convivir --y a platicar incluso-- con los antepasados. La muerte no es otra cosa más que el término de un ciclo, recordar a los muertos es abrazar a la vida, les hacemos un reconocimiento, porque somos lo que ellos fueron pero en un nuevo ciclo.

Este reconocimiento, tiene un origen ancestral y es que los mesoamericanos tenían el privilegio de comer la carne divina en forma de figuras de amaranto (huauhtli), pues se creía que de esa materia estaban hechos los dioses.

“En el sistema religioso, tocaba a los tlamacazque o sacerdotes especializados, la labor ritual de sacrificar a las víctimas humanas, nadie más podía hacer esto, pues estaría cometiendo un sacrilegio y un crimen, sin embargo la gente común, tenía la oportunidad de sacrificar directamente –como una imitación del ritual oficial- a las esculturas de amaranto, procedimiento que se realizaba con la misma solemnidad, con cuchillos de obsidiana o de pedernal”, describe el arqueólogo Eduardo Merlo Juárez, en el libro Amaranto, comida cotidiana y ritual, el cual forma parte de la colección Tonacayotl de Fundación Herdez.

A medida que el virreinato se fue afianzando en la Nueva España, muchas de las prohibiciones y anatemas de los primeros tiempos fueron superadas. Lejos del celoso cuidado de la Inquisición, en los pueblos alejados de las sierras o en las selvas, los indígenas siguieron haciendo las figuras sagradas de masa de maíz, amaranto y miel, es decir los tzoalli.

Las efigies de los antiguos dioses cambiaron resguardadas en formas de serpientes, venados, coyotes, ocelotes, de águilas, palomas, monos ranas y otros animales, los que antes eran los nahuales de Tezcatlipoca, de Tláloc, Quetzalcóatl, Camaxtle, Chalchiuhtlicue, Centéotl o Tonantzin.

“Disfrazadas de golosinas, esas figuras se defendieron de sus enemigos naturales: la ignorancia, soberbia, intolerancia y prepotencia, aunque no del desdén y de la discriminación de los que se creyeron herederos raciales de los conquistadores y despreciaron su presencia y consumo”, señala Eduardo Merlo.

Por fortuna, sobre todo para las personas que viven alejadas de las grandes ciudades, el huauhtli sigue consumiéndose en nuestros días como un dulce delicioso, adornado con pasas o chocolate, en forma de cuadros, galletas y corazones, pero también en su calidad de huauhzontles, o bien, sus hojas tiernas que son los quelites nutritivos.

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