Aquellos que valoren las herramientas de la democracia deberán guardar memoria del proceso recién consumado con la destrucción del instituto encargado de velar por el acceso a la información pública como un derecho ciudadano fundamental. No olvidar el asco que nos despertaron los funcionarios y legisladores que lo sepultaron entre discursos enjundiosos. Este malestar debe incluir a comisionados y empleados de ese organismo que, en muchos casos también, colaboraron en los hechos a su extinción.
Durante su campaña, la ahora presidenta Claudia Sheinbaum convocó a un grupo de colaboradores a estudiar el diseño de una nueva entidad pública que abordara el desafío de la corrupción, asignatura claramente pendiente durante el gobierno López Obrador.
Tales trabajos fueron conducidos por Javier Corral, exgobernador panista de Chihuahua y actual senador por Morena, quien formó un equipo que incluyó a Muna Dora Buchahin, colaboradora de Juan Manuel Portal, reconocido ex auditor superior de la Federación (2010-2017). En julio pasado, Corral mismo presentó ante legisladores electos de Morena el esbozo de una Agencia Federal Anticorrupción, a cuya cabeza, se asumía, sería colocado.
Pero se impuso otra voluntad. La muerte del INAI y de otros órganos autónomos
debe registrarse como una nueva imposición, a trasmano, del expresidente López Obrador, nostálgico del México autoritario de los años 60, cuando el gobierno no rendía cuentas a nadie y el poder público se hallaba depositado en las manos de un solo hombre: el monarca sexenal -bueno, suelen durar algo más, como nos ocurre ahora.
Las tareas centrales del organismo serán transferidas a una nueva secretaría, que será juez y parte, a cargo de Raquel Buenrostro, conocida alfil de la llamada 4T y ahora, debe suponerse, su encubridora.
Gracias al atropellado -y obediente- trabajo legislativo, no hay claridad sobre el destino que tendrá la Plataforma Nacional de Transparencia, construida por el INAI con datos personales -cientos de millones- de los peticionarios.
Esta historia tiene un contrapunto en el deterioro que exhibió el pleno de los comisionados que protagonizaron la vida del organismo tras los años iniciales de su integración (2002) hasta la fecha de su desaparición. Injerencias descaradas desde el poder, enconos, intereses cruzados, sumisiones políticas, clientelismo y casos de franca corrupción acabaron llevando, especialmente durante la última década, a la convicción de que el INAI se estaba suicidando.
Muy pronto comenzó a erosionarse la autoridad moral y ciudadana que acompañó las presidencias de María Marván (2002-2006) y de Jacqueline Peschard (2009-2013). Incluso la gestión de Alonso Lujambio (2006-2009), un reputado panista, fue llevada con decoro. La colonización política del organismo tras el retorno del PRI al poder encarnó en la polémica conducción de Gerardo Laveaga (2013-2014). La inexperta Ximena Puente (2014-2017) sería impuesta por la Consejería Jurídica de Humberto Castillejos, con Peña Nieto.
Ese 2014 marcó el inicio del desastre, pues la asignación de responsabilidades adicionales en materia de datos personales atrajo al INAI un presupuesto superior a mil millones de pesos anuales. El organismo se llenó de choferes, secretarios particulares, asesores, recomendados…y coyotes. Cada cargo, cada peso, cada viaje al extranjero -muchísimos- fue disputado a dentelladas, con un estricto reparto de cuotas de poder entre los comisionados. No importó quién ocupaba la presidencia, pues era sometido al régimen de administración de prebendas.
Óscar Guerra Ford y Rosendo Monterrey Chepov, señalados de encabezar mafias internas, terminaron su mandato como comisionados en marzo de 2022, pero sin ningún rubor se les contrató en puestos directivos clave.
Tal estado de cosas impidió que la misión del INAI para arraigar en todo el país el nuevo derecho ciudadano atrajera los anticuerpos para impedir lo que ahora ocurrió: su muerte a manos de tanto sepulturero.