En una vieja libreta asfixiada entre un mar de libros mal acomodados, encuentro un pensamiento que escribí hace no sé cuánto: hace quince o veinte años por lo menos… ¡Y ni siquiera se trata de un pensamiento mío, sino de un poeta vienés llamado Fiedrich Hebbel (1813-1863), y que dice así: “El que soy saluda con tristeza a aquel que hubiera podido ser”.
En otro tiempo este pensamiento debió de haberme parecido bello, puesto que lo había copiado en una página de aquella libreta; hoy, en cambio, aunque me sigue pareciendo bello, me conmueve menos. Sí, es verdad: yo hubiera podido ser otro. Pero las elecciones que tomé en mi vida –erróneas muchas de ellas, acertadas unas pocas- han hecho de mí el ser que soy. ¿Y qué puedo hacer para enmendar el pasado?
Yo hubiera podido ser ingeniero. Y saludo desde la lejanía al ingeniero que no fui, pero no con tristeza. Tal vez, viéndolo mejor, me habría gustado ser médico. Y saludo agitando mi mano derecha al médico que no fui, y también sin melancolía.
Lo que no fui, no fui, y ya está. ¿Para qué atormentarme inútilmente? ¿Qué gano con ello? Jugar a este juego es peligroso, pero además es inútil y no lleva a ninguna parte.
Hace un año, durante un retiro, me puse a imaginar mi vida como hubiera podido ser si… Fue un ejercicio espontáneo de imaginación y ahí sí que me dominó la nostalgia.
Cuando tenía veinte años, mi sueño era ser jesuita. Y escribí entonces al promotor vocacional para solicitar ser admitido a la Compañía de Jesús; me encontré varias veces con él y, poco tiempo después, se me abrieron las puertas: estaba admitido como pre-novicio. Por esos mismos días, sin embargo, se agravó mi madre y ya no pude moverme a ninguna parte. Poco después, murió. Al año siguiente lo intenté de nuevo, porque la intención persistía, pero ahora mis superiores –ya estaba yo en el Seminario diocesano-, junto con el Arzobispo, me dijeron: “Aquí serás más útil”.
Y viendo yo en estas palabras la voluntad de Dios, me quedé. Y aquí sigo. Soy sacerdote, pero no jesuita.
No obstante, en aquel retiro de una semana, la pregunta me obsesionaba:
-¿Qué habría sido de mí si hubiese hecho lo que quería? Ahora sería jesuita y, tal vez, hasta enseñaría en alguna universidad del mundo. ¿Por qué no me fui cuando pude? En aquel momento, literalmente, el ser que yo era saludaba con tristeza a aquel otro que hubiera podido ser. ¡Ah, si me hubiese atrevido…! Pero Dios, que mira atentamente a sus hijos y escucha sus pensamientos, me respondió en seguida; lo hizo poniendo en mis manos un libro que yo había llevado conmigo para meditarlo cuyo título era: A la escucha del otro. Eran los ejercicios espirituales que don Enrico dal Covolo había dado al Santo Padre Benedicto XVI y a la Curia Romana en pleno durante la cuaresma del año 2010.
Yo había comprado ese libro algunas semanas antes porque conocía a don Enrico dal Covolo. Cuando yo era estudiante en Roma, él era nuestro capellán, y todas las mañanas oía Misa con él en la Universidad Salesiana. ¿Cómo era que este sencillo sacerdote daba ejercicios al mismo Papa? ¿Es que ya era Cardenal o algo por el estilo? No cardenal, pero si obispo, y yo no lo sabía. Es que desde el 2003, año que regresé a México, le perdí la pista, y desde entonces habían pasado para él muchas cosas: que el Papa lo había nombrado rector de la Universidad Lateranense, etcétera… Pues bien, compré el libro y, leyéndolo, llegué a la página 92, en la que don Enrico hablaba del Santo Cura de Ars poniéndolo como ejemplo de hombre dócil a la voluntad de Dios:
“Aun volcado por completo a la acción pastoral –contaba-, él siempre advertía en sí mismo una irresistible atracción por la vida contemplativa. Hubo dos memorables intentos de fuga: el primero en 1843, después de una grave enfermedad; el segundo, diez años más tarde, cuando, con la llegada del nuevo vicario parroquial, Jean-Marie creyó que podía retirarse. He aquí el testimonio de Mademoiselle des Garets, perteneciente a la familia de los nobles de Ars: ‘Esperaba refugiarse en la soledad de la Trapa, o en cualquier otro lugar escondido, para prepararse a morir y llorar por su propia vida’. De una manera casi rocambolesca, y a la par muy conmovedora, sus feligreses le impidieron marcharse, poniéndose de rodillas ante él. Hicieron tocar las campanas y convocaron a todos los parroquianos, que se arremolinaron a su alrededor impidiéndole el paso. También esta vez el santo –vencido por el afecto devoto de la gente y enteramente abandonado a la voluntad de Dios- renunció a su proyecto” Y prosigue don Enrico: “Pues bien, ¿no ocurre algo semejante en nuestra vida? Tal vez también nosotros, reflexionando en la historia de nuestra vocación, vemos que en nuestro corazón había deseos puros y nobles, proyectos que mucho nos gustaban: pero después la vida ha tomado una dirección diferente, y hemos hecho otra cosa. No por eso hemos de cultivar estériles lamentos. Estamos igualmente contentos. El solo hecho de que nuestro corazón albergara esos ‘sueños’ ya era un don de Dios. Nuestra vocación ha triunfado por otro camino”.
Cuando cerré el libro –y allí mismo lo cerré, en la página 93-, me hice un propósito de vida: no lamentarme nunca por lo que no fue, ni saludar con tristeza al hombre que hubiera podido ser. ¿Para qué? Tampoco mis lectores piensen que si se hubieran casado con aquella otra, o con aquel otro, si son lectoras… Estos somos, y lamentarnos por ello sería lo mismo que acusar de negligencia a la Providencia divina. Estos somos, y querer ser otros es estéril, es inútil, es pecado…