/ domingo 17 de noviembre de 2024

Opinión / Prurito de inmortalidad

Únicamente nosotros, los modernos –dijo el profesor adoptando un tono severo-, nos damos aires de importancia diciendo que no nos importa la inmortalidad. ¡Pero eso es, jóvenes, una mentira soberana! ¡Un autoengaño!

Un niño le pide a otro que le dé un pedazo de chocolate, pero éste se niega a dárselo: moviendo la cabeza le dice que no y hasta se mete con cinismo la barra de chocolate en el pantalón. ¿Qué le contesta entonces aquél, el suplicante? Le contesta con aires de dignidad: “¡Al cabo que ni quería!”. Pero sí quería, sólo que, al no poder obtenerlo, hace como que la cosa le tiene sin cuidado.

Más o menos así obra el hombre moderno, o posmoderno, o como se lo llame. Sabe que sin Dios no puede vencer la muerte, pero como ya no está dispuesto a creer en Dios, dice, pleno de dignidad: “¿Y a quién se le antoja ser eterno? ¡A mí por lo menos, no! Lo que yo quiero es morirme para siempre”. Lean, queridos jóvenes, los libros de Borges, pero sobre todo sus libros de entrevistas, y se encontrarán con este tipo de afirmaciones una y otra vez, página tras página, repetidas hasta la saciedad: “Lo que yo quiero es morirme para siempre, porque ya estoy cansado de ser Borges”, etcétera. ¡Lean y verán!

He traído aquí, en mi carpeta, algunas poesías provenientes de culturas no cristianas; en ellas, los autores se lamentan por la brevedad de la vida y confiesan sin ambages su deseo de ser eternos. Estos poetas, por lo que podrán ver, padecieron lo que yo llamaría el prurito –o comezón- de la inmortalidad, y voy a leérselas a ustedes para que les quede claro que este deseo no nació con el cristianismo, como se ha venido diciendo hasta el día de hoy, sino un anhelo que el hombre, desde que lo es, ha sido incapaz de reprimir. ¡No, no hay pastillas contra esta comezón, ni remedio que lo alivie, ni ungüento que lo cure!

He aquí, pues, el poema de un antiguo mexicano, de un poeta náhuatl que de Cristo no supo nada, que nada sabía de la resurrección y que, sin embargo, cantaba, nostálgico:

Soy cual un ebrio, lloro, sufro,

sí, sí, digo y tengo presente:

¡ojalá nunca muera, ojalá nunca perezca yo!

Allá donde no hay muerte, allá donde se triunfa, allá voy yo:

¡ojalá nunca muera, ojalá nunca perezca yo!

¡Amigos! Si don Miguel de Unamuno hubiese leído este poema, cómo se habría echado a llorar, y qué hermoso ensayo se hubiese puesto a escribir… Ese mismo Miguel de Unamuno, que tanto sufría por no creerse inmortal. Pero aún hay más poemas; está también, por ejemplo, este otro, igualmente debido al pensamiento náhuatl y del que espero me entreguen en la lección siguiente un comentario, aunque sólo sea de media página:

Sólo venimos a dormir, sólo venimos a soñar:

no es verdad, no es verdad que venimos a vivir en la tierra.

En yerba de primavera venimos a convertirnos:

llegan a reverdecer, llegan a abrir sus corolas nuestros corazones,

es una flor nuestro cuerpo: da algunas flores y se seca.

Y después de escuchar esto cantos, ¿dudará acaso alguien que exista en el hombre –en el ser humano, quiero decir- algo así como un instinto de inmortalidad? ¡Que no me venga a mí don Fernando Savater a decirme que la vida eterna consiste solamente en los años que vivimos en la tierra: que la vida es eterna de sólo unos cuantos años! Que no me venga don Milán Kundera a decirme que la única inmortalidad a la que puede aspirar un hombre es la de la fama o la del recuerdo. ¡Pamplinas! El hombre eterno busca la patria eterna; el hombre derrotado por la muerte busca con ansia aquel lugar “donde se triunfa”, que dijo nuestro poeta. Y luego, y luego, escuchen uno más:

¿Acaso es verdad que se vive en la tierra?

¿Acaso para siempre en la tierra? ¡Sólo un breve instante aquí!

Hasta las piedras finas se resquebrajan,

hasta el oro se destroza, hasta las plumas preciosas se desgarran.

¿Acaso para siempre en la tierra? ¡Sólo un breve instante aquí!

Pero no piensen, mis queridos amigos, que únicamente los antiguos mexicanos se lamentaban de este modo; si me lo permiten, ahora les leeré un poema africano escrito hacia la misma época de aquellos tres, y que dice:

En los tiempos en que Dios hizo todas las cosas creó el sol.

Y el sol es creado, se pone y vuelve a aparecer.

Él hizo la luna. La luna es creada, se pone y vuelve a aparecer.

El hizo las estrellas. Las estrellas son creadas, se ponen y vuelven a aparecer.

Él hizo al hombre.

El hombre es creado, muere y no vuelve más.

¡Jóvenes: puesto que el hombre nació, quiere vivir! Vivir a pesar de la muerte; vivir más allá de la muerte. Reconozcámoslo con humildad y no hagamos como el niño que, ansioso de chocolate, termina mintiendo al decir que no lo quiere. ¿Qué es pues, la filosofía? El arte de llamar por su nombre a nuestra sed; el arte de no engañarnos con respecto a nuestra hambre. ¡Hasta mañana!

Únicamente nosotros, los modernos –dijo el profesor adoptando un tono severo-, nos damos aires de importancia diciendo que no nos importa la inmortalidad. ¡Pero eso es, jóvenes, una mentira soberana! ¡Un autoengaño!

Un niño le pide a otro que le dé un pedazo de chocolate, pero éste se niega a dárselo: moviendo la cabeza le dice que no y hasta se mete con cinismo la barra de chocolate en el pantalón. ¿Qué le contesta entonces aquél, el suplicante? Le contesta con aires de dignidad: “¡Al cabo que ni quería!”. Pero sí quería, sólo que, al no poder obtenerlo, hace como que la cosa le tiene sin cuidado.

Más o menos así obra el hombre moderno, o posmoderno, o como se lo llame. Sabe que sin Dios no puede vencer la muerte, pero como ya no está dispuesto a creer en Dios, dice, pleno de dignidad: “¿Y a quién se le antoja ser eterno? ¡A mí por lo menos, no! Lo que yo quiero es morirme para siempre”. Lean, queridos jóvenes, los libros de Borges, pero sobre todo sus libros de entrevistas, y se encontrarán con este tipo de afirmaciones una y otra vez, página tras página, repetidas hasta la saciedad: “Lo que yo quiero es morirme para siempre, porque ya estoy cansado de ser Borges”, etcétera. ¡Lean y verán!

He traído aquí, en mi carpeta, algunas poesías provenientes de culturas no cristianas; en ellas, los autores se lamentan por la brevedad de la vida y confiesan sin ambages su deseo de ser eternos. Estos poetas, por lo que podrán ver, padecieron lo que yo llamaría el prurito –o comezón- de la inmortalidad, y voy a leérselas a ustedes para que les quede claro que este deseo no nació con el cristianismo, como se ha venido diciendo hasta el día de hoy, sino un anhelo que el hombre, desde que lo es, ha sido incapaz de reprimir. ¡No, no hay pastillas contra esta comezón, ni remedio que lo alivie, ni ungüento que lo cure!

He aquí, pues, el poema de un antiguo mexicano, de un poeta náhuatl que de Cristo no supo nada, que nada sabía de la resurrección y que, sin embargo, cantaba, nostálgico:

Soy cual un ebrio, lloro, sufro,

sí, sí, digo y tengo presente:

¡ojalá nunca muera, ojalá nunca perezca yo!

Allá donde no hay muerte, allá donde se triunfa, allá voy yo:

¡ojalá nunca muera, ojalá nunca perezca yo!

¡Amigos! Si don Miguel de Unamuno hubiese leído este poema, cómo se habría echado a llorar, y qué hermoso ensayo se hubiese puesto a escribir… Ese mismo Miguel de Unamuno, que tanto sufría por no creerse inmortal. Pero aún hay más poemas; está también, por ejemplo, este otro, igualmente debido al pensamiento náhuatl y del que espero me entreguen en la lección siguiente un comentario, aunque sólo sea de media página:

Sólo venimos a dormir, sólo venimos a soñar:

no es verdad, no es verdad que venimos a vivir en la tierra.

En yerba de primavera venimos a convertirnos:

llegan a reverdecer, llegan a abrir sus corolas nuestros corazones,

es una flor nuestro cuerpo: da algunas flores y se seca.

Y después de escuchar esto cantos, ¿dudará acaso alguien que exista en el hombre –en el ser humano, quiero decir- algo así como un instinto de inmortalidad? ¡Que no me venga a mí don Fernando Savater a decirme que la vida eterna consiste solamente en los años que vivimos en la tierra: que la vida es eterna de sólo unos cuantos años! Que no me venga don Milán Kundera a decirme que la única inmortalidad a la que puede aspirar un hombre es la de la fama o la del recuerdo. ¡Pamplinas! El hombre eterno busca la patria eterna; el hombre derrotado por la muerte busca con ansia aquel lugar “donde se triunfa”, que dijo nuestro poeta. Y luego, y luego, escuchen uno más:

¿Acaso es verdad que se vive en la tierra?

¿Acaso para siempre en la tierra? ¡Sólo un breve instante aquí!

Hasta las piedras finas se resquebrajan,

hasta el oro se destroza, hasta las plumas preciosas se desgarran.

¿Acaso para siempre en la tierra? ¡Sólo un breve instante aquí!

Pero no piensen, mis queridos amigos, que únicamente los antiguos mexicanos se lamentaban de este modo; si me lo permiten, ahora les leeré un poema africano escrito hacia la misma época de aquellos tres, y que dice:

En los tiempos en que Dios hizo todas las cosas creó el sol.

Y el sol es creado, se pone y vuelve a aparecer.

Él hizo la luna. La luna es creada, se pone y vuelve a aparecer.

El hizo las estrellas. Las estrellas son creadas, se ponen y vuelven a aparecer.

Él hizo al hombre.

El hombre es creado, muere y no vuelve más.

¡Jóvenes: puesto que el hombre nació, quiere vivir! Vivir a pesar de la muerte; vivir más allá de la muerte. Reconozcámoslo con humildad y no hagamos como el niño que, ansioso de chocolate, termina mintiendo al decir que no lo quiere. ¿Qué es pues, la filosofía? El arte de llamar por su nombre a nuestra sed; el arte de no engañarnos con respecto a nuestra hambre. ¡Hasta mañana!