/ domingo 10 de noviembre de 2024

Opinión / ¿Perdonar a Dios?

Un día, Jesús lleva aparte a sus discípulos; quiere decirles algo, y algo de mucha importancia… ¿De qué se trataba?, ¿de qué podía ir la cosa, exactamente? Porque lo que era él, no solía comportarse así: hablar adoptando actitudes misteriosas. Algo grave debía estar sucediendo, o a punto de suceder, para que el Maestro actuara de este modo. Los discípulos, por su parte, se mirarían, tal vez, unos a otros como diciéndose: “¿Qué sucede?, ¿alguien sabe algo?”. Éstos, pues, lo siguen, y él comienza a explicarles que “tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mateo 16, 21).

Lo de la resurrección parece que nos les impresiona mayormente, pero sí lo de la muerte. Mientras Jesús hablaba, tal vez más de uno, o todos los apóstoles al mismo tiempo, se harían estas preguntas en su interior: “¿Y para qué tienes que ir a Jerusalén, Señor? ¡No hay necesidad de que vayas allá!” ¡Ah, no! ¡Si era para morir, él no iría a ir a ninguna parte, y de impedírselo ya se encargarán ellos!

Supongamos que un ser muy querido –una madre, un padre, un hermano o un amigo entrañable- viene a nosotros y nos dice: “Me quedan solamente dos o tres meses de vida. Me lo acaba de decir el médico. Tal vez incluso menos…”. ¿Cómo reaccionaríamos? Pues así debieron de haber reaccionado los apóstoles. Sin embargo, hay una notable diferencia entre una declaración como ésta y la que Jesús acaba de hacerles: porque el enfermo no puede hacer nada, en tanto que Jesús sí que puede. Para aquél no hay remedio, pero el remedio de Jesús es tan sencillo como no ir a Jerusalén Por eso, Pedro se adelantó a los otros once y dijo por todos ellos: “¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede sucederte a ti” (Mateo 16, 22). Lo que era, en realidad, como decirle: “¡No, no y no! ¡Nosotros, los que te queremos, nos encargaremos de que no cometas semejante locura! ¡Déjanos hacer y verás!”. Mas Jesús le responde con estas agrias palabras: “Apártate de mí, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mateo 16, 23). Y dijo más, pero no ya únicamente a Pedro, sino a todos los que con él estaban: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mi causa la encontrará (Mateo 16, 24-25)…

Pero, ¡un momento! Si no recordamos mal, hace apenas unos versículos que Jesús había dicho a Pedro: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mateo 16, 17). ¿Cómo se explica semejante cambio? ¡Antes llamó dichoso al príncipe de los apóstoles y ahora lo llama, en cambio, Satanás! ¿Qué ha pasado? Pero no es que Jesús padeciera de bipolaridad o de algo por el estilo; es que, en cuanto ha oído hablar de sufrimiento, Pedro ha querido echarse para atrás y llevarse con él a su Maestro…

¡Ah, qué sencillo es creer cuando todo va bien! ¡Pero qué difícil es cuando todo nos sale mal! Yo he conocido a muchas personas que en la prosperidad son cristianos excelentes, pero que a la hora de la dificultad se vuelven pésimos! No hace mucho –hará, a lo más, tres días de esto- una señora vino a la iglesia a bendecir un hermoso crucifijo de madera y otras imagines que se había encontrado…, que se había encontrado, sí, ¡en la basura! ¿Quién las había arrojado allí? Ya me lo puedo imaginar: un cristiano que esperaba que, creyendo, todo le fuera bien, pero como las cosas le salieron mal, agarró el Cristo, el libro de oraciones, el rosario y se deshizo de ellos a manera de venganza contra Dios. Y, por lo demás, hay gente que siempre le dice a uno: “Pero, padre, ¿qué problema puede tener usted?”. Se tiene más o menos la impresión de que los hombres de fe lo tenemos todo resuelto! ¡Ojalá así fuera, pero bien sabe Dios que no es así! Ojalá no nos diera cáncer, pero nos da; ojalá no se nos murieran nunca nuestros seres queridos, pero se nos meren y, en ocasiones, de qué manera; ojalá todos nos quisieran y estimaran, pero no todos nos quieren ni nos estiman; ojalá nuestro cariño fuese siempre correspondido, pero no siempre lo es… ¡También nosotros, los que vamos a Misa, visitamos al doctor y tememos su diagnóstico implacable! ¡También nosotros nos cansamos y hay momentos en que querríamos echarlo todo por la borda! Para decirlo ya, la fe no nos simplifica la vida, sino que a veces, para ser exactos, nos la complica más…

En un bellísimo libro titulado La libertad, ¿para qué?, Georges Bernanos (1888-1948), ese gran cristiano que sólo por haber escrito su famoso Diario de un cura rural merece todos nuestros respetos, dijo algo nunca antes pensado, ni escrito, ni escuchado: “Hay en este mundo, en el fondo de alguna iglesia perdida, o en una casa cualquiera, o tal vez en el recodo de un camino desierto, un pobre hombre que junta las manos y desde el fondo de su miseria, sin saber muy bien lo que dice, o sin decir nada, da gracias a Dios por haberle hecho libre, por haberle hecho capaz de amar. Hay en alguna parte del mundo, yo no sé dónde, una madre que oculta su rostro por última vez ante el vacío de un corazoncillo que ya no latirá nunca más, una madre junto a su hijo muerto que ofrece a Dios una resignación extenuada, como si la Voz que ha arrojado las estrellas a la inmensidad como un sembrador arroja el grano, la Voz que hace temblar los mundos, acabase de murmurarle dulcemente al oído: “Perdóname. Un día tú sabrás, comprenderás, me darás gracias. Pero ahora lo que pido de ti es tu perdón. Perdóname”.

No, no comprendemos el por qué de la cruz, el por qué del dolor. Pero una cosa es segura: a Dios nuestra cruz le pesa más que a nosotros mismos. Y por eso pide perdón. Pero un día sabremos la razón de ese sufrimiento, un día comprenderemos y, sorprendidos, le diremos: “¡Gracias, Señor!”.