/ domingo 13 de octubre de 2024

Opinión / Miedo a la muerte

¿Hay un momento en la vida en el que se pierda, por fin, el miedo a la muerte? Sí lo hay. Yo dejé de temerla el día en que murió mi padre. Desde entonces me da lo mismo morir que vivir.

¿Exagero? ¡De ningún modo!

Cuando un ser querido muere –y esto podrá parecer una exageración o una mera argucia retórica-, el que sobrevive no sólo siente, como es de suponerse, un agudo dolor, sino también un enorme alivio. O un sentimiento de liberación: llámeselo como se quiera. Hay dolor y hay alivio al mismo tiempo; hay pena pero también desahogo. Ya sé que esto puede sonar extraño –tal vez hasta cínico-, pero la verdad es que es así.

¿Liberación? En efecto: ésta es la expresión correcta. O, por lo menos, aún no me he encontrado con otra mejor. Liberación, sí, pero no de un yugo que nos oprimía, sino de un yugo que nos oprimía y que por fin se ha roto … Trataré de explicar esto que tan enigmático parece valiéndome de un ejemplo.

Hace poco, leyendo un libro del padre Segundo Llorente (1906-1989), misionero en Alaska durante más de cuarenta años, me encontré con el siguiente pasaje, con esta confesión que produjo en mí una especie de shock, porque era precisamente lo que yo sentía sin saber explicarlo ni decirlo. Este libro me lo aclaró.

Cuanta el famoso jesuita español –que además fue diputado ante el Congreso de los Estados Unidos por el estado de Alaska- que un día, yendo de un pueblo a otro montado en un trineo, recibió la noticia de la muerte se su madre.

¡Su madre! Ella había sufrido mucho por la vocación andariega de su hijo; ella lo quería sacerdote, sí, pero no misionero: los misioneroa son ese tipo de gente que suele irse muy lejos y luego ya no vuelve nunca; se van y no vuelves a verlos más que en la otra vida; en una palabra, ella lo hubiese preferido cura, es decir, párroco en alguna aldea española, aunque al final tuvo que resignarse. ¿Qué más le quedaba a la pobre mujer?

“Mi madre no tuvo hermanos –confiesa el padre Llorente en su libro-, sólo hermanas… Fueron tres. Su madre bajó a la tumba con el dolor de no haber tenido un hijo sacerdote. Uno que fuera cura, no un fraile. Mi madre, que tuvo siete hijos varones, se consolaba pensando que ella supliría lo que le faltó a su madre; y cuando yo fui al seminario de León, dio por supuesto que había llegado por fin a la familia el ansiado cura párroco que mis abuelos no lograron.

“Por eso, cuando o salí con la cantinela de irme al noviciado de los jesuitas, mi madre replicaba:

“-No, no, eso no; cura sí, pero no fraile.

“A la pobre le cayeron dos hijos frailes. Y encima se despidieron de ella para vivir en ultramar. Vivir en ultramar puede traer de rechazo ciertos bienes aparentes.

“Durante la guerra civil española yo me pasaba la vida en trineo por estas Alaskas de Dios. Fueron muchos los sacerdotes que perecieron en España. Mi madre decía a sus vecinas:

“-Al mío no me lo cogen, que está bien lejos”.

Sin embargo, ahora la madre había muerto. Allá, en León, de donde nunca salió. Y, claro, no había podido estar con ella en sus últimos momentos. ¡Mala cosa! Pero, después de todo, ¿qué? Y he aquí con qué sentimientos acogió el hijo la triste noticia:

“Por fin aterrizamos en Alakanuk con el suelo cubierto de nieve. A las pocas semanas me llegó la noticia del fallecimiento de mi madre en España. Con los años cambia el enfoque de ciertas cuestiones.

“Yo siempre tuve miedo de dar disgustos a mi madre. Ahogarme, congelarme en la tundra, estrellarme en un aeroplano, morirme simplemente en Alaska me daba miedo mientras viviese mi madre, que en su imaginación conjuraría situaciones dantescas, o por lo menos yo así me lo temía.

“Ahora, al oír que había fallecido, el primer pensamiento fue de un alivio extraño, como si ahora ya me pudieran descuartizar los osos sin que me importara gran cosa… Hacía veintiséis años que no nos veíamos. Menos mal que el cielo es eterno y que allí no hay años…”.

Este “extraño alivio” del que habla el padre Llorente en su libro (Así son los esquimales, Bilbao, 1963) fue el mismo que yo experimenté, muchos años después, el día en que murió mi padre. ¡Ya sé que no es de buen tono decirlo, pero no quiero ser un mentiroso! Pues si algo me pasara –y siendo sacerdote le pueden pasar a uno muchas, muchas cosas- ¿qué hubiera sido de él? Un hijo sobrelleva con mayor facilidad la muerte de su padre, que un padre la muerte de uno de sus hijos. Para un hijo, esto es relativamente fácil, pero para un padre –y no se diga una madre- esto es imposible.

A partir de ese día podía ser yo más valiente, más arrojado, y hablar desde el púlpito o desde los micrófonos con mayor osadía. No estando ya mi padre, si algo me pasaba, ¿qué?

Ahora, tras aquella lectura, lo he comprendido mejor: el miedo a la muerte no es sólo el pavor natural por nuestra propia desaparición; es miedo al dolor que causaremos a los que más nos quieren a causa de la inaudita descortesía de morirnos.

El miedo a la muerte, en cierto sentido, no es otra cosa que el miedo de hacer sufrir. Y de hacer sufrir de un modo irreparable.

El miedo a la muerte es querer evitar a los que amamos esa pena…