/ domingo 4 de agosto de 2024

Opinión | Meditación del Padre Nuestro: Venga tu reino

Elías, en el Horeb, habló así al Señor: “Me consume el celo por tu honra, Dios mío, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y asesinado a tus profetas; sólo quedo yo y me andan buscando para matarme” (1 Reyes 19, 11-16).

Por su parte, el autor del Salmo 69 (68) cantaba nostálgico de esta manera:

“Soy un extraño para mis hermanos, un extraño para los hijos de mi madre. Me desvelo por defender tu templo, y el insulto de los que te insultan cae sobre mí” (vv. 9-10).

Y Jesús, al echar a los mercaderes del Templo, hizo suyas las palabras del profeta y del salmista; dijo mientras trenzaba el látigo y lo blandía contra los profanadores de lo santo: “El celo de tu casa me consume” (Juan 2, 17).

Pero, ¿es que Dios puede ser deshonrado? ¿Lo alcanzan en el cielo, donde mora, nuestras injurias? ¿Qué puede temer de nosotros el que es Todopoderoso y tiene en sus manos la muerte y la vida?

Todo esto podría discutirse durante meses y años. Una cosa es cierta, sin embargo: que el reino de Dios fue la gran preocupación de Jesús. Casi todas sus parábolas se refieren a él, y todas sus obras miran a esto: a instaurarlo en la tierra.

¿Qué pide entonces el discípulo cuando dice al Padre: “Venga tu reino”? Pide que Dios reine: que haga visible su grandeza y llene el universo de su gloria. Que no se haga en el mundo nuestra voluntad, sino la suya; que no sean otros poderes los que lo gobiernen y dirijan, sino Él.

Un político mexicano decía hace no mucho ante los micrófonos y las cámaras de los periodistas:

-Vivimos en un Estado laico. ¿Qué quiere decir esto? Es muy sencillo: que primero están las leyes de los hombres y en último lugar las de Dios.

Sin embargo, Jesús, en el Padrenuestro, nos enseñó otra cosa: que Dios es primero, y a suplicarle que sea siempre el primero. Las leyes de los hombres son muchas veces injustas y no todos se someten a ellas, sino sólo los que no pueden comprarlas o eludirlas, pero la ley del Señor es perfecta y a hace sabio al sencillo (Salmo 19, 7).

¿Cómo sería nuestro planeta si Dios reinase en él? ¿Cómo sería México si de pronto todos los ciudadanos, de común acuerdo, nos aplicáramos a cumplir los mandamientos del decálogo?

Una vez, una mujer angustiada, al escuchar la noticia de que un loco, en Estados Unidos, había entrado a matar niños, y mató veinte, me preguntó llorando:

-¿Y Dios? El Dios que usted quiere que amemos, ¿dónde está? ¿Por qué permite que sucedan estas cosas? ¿Por qué no desarmó a ese desquiciado? ¿Por qué? ¡Necesito que me lo diga!

Yo comprendía el dolor de aquella mujer; yo mismo estaba consternado por aquella desgracia; mas, ¿tenía Dios la culpa de que esto sucediera? Le respondí:

-Señora: él dio una orden a los hombres; dijo: “No matarás”. ¿Qué culpa tiene Él de que sus mandamientos nos tengan sin cuidado?

Aún no hemos calibrado debidamente los estragos que ha hecho el ateísmo en nuestro pobre, sobrecalentado y violento mundo. Porque, cuando se niega a Dios, se niegan también los mandamientos de Dios.

Y de esto trata, precisamente, una novela de Paul Bourget (1852-1935) titulada El discípulo. ¿Habrá que sacarla de nuestros anaqueles polvorientos y volverla a leer de nuevo? En ella se hace la acusación más grave que se le pueda hacer al ateísmo: la de quitarle a Dios a los hombres y convertirlos, sin que éstos sepan cómo, primero en asesinos y después en todo lo demás.

-¿Se imagina usted –le dije a aquella señora que aún lloraba- lo que sería nuestro pobre país si Dios fuera amado y los padres honrados, si no se matara ni se robara a nadie?, ¿si no se ambicionaran, como se ambicionan, los bienes del prójimo? ¡Pues bien, éste es el mundo que Dios so!

Elías, en el Horeb, habló así al Señor: “Me consume el celo por tu honra, Dios mío, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y asesinado a tus profetas; sólo quedo yo y me andan buscando para matarme” (1 Reyes 19, 11-16).

Por su parte, el autor del Salmo 69 (68) cantaba nostálgico de esta manera:

“Soy un extraño para mis hermanos, un extraño para los hijos de mi madre. Me desvelo por defender tu templo, y el insulto de los que te insultan cae sobre mí” (vv. 9-10).

Y Jesús, al echar a los mercaderes del Templo, hizo suyas las palabras del profeta y del salmista; dijo mientras trenzaba el látigo y lo blandía contra los profanadores de lo santo: “El celo de tu casa me consume” (Juan 2, 17).

Pero, ¿es que Dios puede ser deshonrado? ¿Lo alcanzan en el cielo, donde mora, nuestras injurias? ¿Qué puede temer de nosotros el que es Todopoderoso y tiene en sus manos la muerte y la vida?

Todo esto podría discutirse durante meses y años. Una cosa es cierta, sin embargo: que el reino de Dios fue la gran preocupación de Jesús. Casi todas sus parábolas se refieren a él, y todas sus obras miran a esto: a instaurarlo en la tierra.

¿Qué pide entonces el discípulo cuando dice al Padre: “Venga tu reino”? Pide que Dios reine: que haga visible su grandeza y llene el universo de su gloria. Que no se haga en el mundo nuestra voluntad, sino la suya; que no sean otros poderes los que lo gobiernen y dirijan, sino Él.

Un político mexicano decía hace no mucho ante los micrófonos y las cámaras de los periodistas:

-Vivimos en un Estado laico. ¿Qué quiere decir esto? Es muy sencillo: que primero están las leyes de los hombres y en último lugar las de Dios.

Sin embargo, Jesús, en el Padrenuestro, nos enseñó otra cosa: que Dios es primero, y a suplicarle que sea siempre el primero. Las leyes de los hombres son muchas veces injustas y no todos se someten a ellas, sino sólo los que no pueden comprarlas o eludirlas, pero la ley del Señor es perfecta y a hace sabio al sencillo (Salmo 19, 7).

¿Cómo sería nuestro planeta si Dios reinase en él? ¿Cómo sería México si de pronto todos los ciudadanos, de común acuerdo, nos aplicáramos a cumplir los mandamientos del decálogo?

Una vez, una mujer angustiada, al escuchar la noticia de que un loco, en Estados Unidos, había entrado a matar niños, y mató veinte, me preguntó llorando:

-¿Y Dios? El Dios que usted quiere que amemos, ¿dónde está? ¿Por qué permite que sucedan estas cosas? ¿Por qué no desarmó a ese desquiciado? ¿Por qué? ¡Necesito que me lo diga!

Yo comprendía el dolor de aquella mujer; yo mismo estaba consternado por aquella desgracia; mas, ¿tenía Dios la culpa de que esto sucediera? Le respondí:

-Señora: él dio una orden a los hombres; dijo: “No matarás”. ¿Qué culpa tiene Él de que sus mandamientos nos tengan sin cuidado?

Aún no hemos calibrado debidamente los estragos que ha hecho el ateísmo en nuestro pobre, sobrecalentado y violento mundo. Porque, cuando se niega a Dios, se niegan también los mandamientos de Dios.

Y de esto trata, precisamente, una novela de Paul Bourget (1852-1935) titulada El discípulo. ¿Habrá que sacarla de nuestros anaqueles polvorientos y volverla a leer de nuevo? En ella se hace la acusación más grave que se le pueda hacer al ateísmo: la de quitarle a Dios a los hombres y convertirlos, sin que éstos sepan cómo, primero en asesinos y después en todo lo demás.

-¿Se imagina usted –le dije a aquella señora que aún lloraba- lo que sería nuestro pobre país si Dios fuera amado y los padres honrados, si no se matara ni se robara a nadie?, ¿si no se ambicionaran, como se ambicionan, los bienes del prójimo? ¡Pues bien, éste es el mundo que Dios so!