/ domingo 11 de agosto de 2024

Opinión | Meditación del Padre Nuestro: Hágase tu voluntad

Al final de su vida pública, Jesús se vio en el deber de vivir letra por letra lo que antes había enseñado. ¿No había dicho a sus discípulos: “A quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda; al que te demande para quitarte la túnica, dale también el manto; y al que te pide que lo acompañes mil pasos, tú ve con él dos mil” (Mateo 5, 39-41)? Pues bien, todo esto hizo el Señor: la soldadesca lo escupió y lo abofeteó, pero él no devolvió los golpes; luego lo hicieron caminar más de mil metros, pero no con las manos vacías, sino cargando la cruz, y por último le quitaron la túnica para jugársela los dados. ¡Todo cuanto había dicho el Señor, se cumplió en él!

También había enseñado a sus discípulos: “Cuando oren, digan: Padre…, hágase tu voluntad”. Y, en sus últimos momentos, orando en un huerto de Jerusalén, dirá de acuerdo con su enseñanza: “Padre, si es tu voluntad, que pase de mí este cáliz, pero que no se haga lo que yo quiero...”.

“Cuando llegaron a un lugar llamado Getsemaní, dijo Jesús a sus discípulos:

“-Siéntense aquí mientras yo voy a orar.

“Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. Comenzó a sentir miedo y angustia, y les dijo:

“-Me muero de tristeza. Quédense aquí y velen.

“Y avanzando un poco más, se postró en tierra y suplicaba que, si era posible, no tuviera que pasar por aquel momento. Decía:

“-Abbá: todo te es posible. Aparta de mí este cáliz de amargura, pero que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Marcos 14, 32-36).

En la versión lucana del Padrenuestro no aparece esta petición: “Hágase tu voluntad”; en la de Mateo, en cambio, es formulada de esta manera: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Que es como decir: “Así como en el cielo, Padre, tu voluntad se hace, que así se haga igualmente en la tierra”.

Mas, aquí puede surgir esta pregunta: ¿y qué impide que en la tierra se haga la voluntad de Dios? ¿No es Él Todopoderoso y hace lo que quiere? Sí, y, sin embargo, hay algo que Él no puede porque ha decidido no quererlo: forzar la libertad del hombre.

¡Cuánta razón tenía Georges Bernanos (1888-1948) al escribir en uno de sus libros que el misterio de los misterios no es el del mal, como a menudo se ha dicho, sino el de la libertad! Que el hombre sea libre quiere decir que se le ha dado el poder de no querer y, por tanto, de no hacer, lo que Dios esperaría que hiciese.

Un teólogo del siglo V llamado Teodoro de Mopsuestia (350-428) interpretaba en este sentido la petición que hoy meditamos, pues en una de sus Homilías catequéticas dijo así: “Hemos de tratar por todos los medios de encauzar en lo posible nuestra conducta en este mundo, de cara a la vida en el cielo. Allá arriba nada maquina contra Dios; el pecado se ha desarraigado, el poder de los demonios se halla abolido, como se hallan vencidos igualmente nuestros enemigos; por último resucitaremos de entre los muertos y moraremos en el cielo con otra naturaleza, ahora inmortal e inmutable; más que nada, nos hallaremos vinculados a la voluntad divina, en la luz inmarcesible de Dios; ya no desearemos más que su querer y únicamente cumpliremos su voluntad, puesto que ya no habrá nada que se le oponga. Se nos pide que en este mundo perseveremos en esa voluntad de Dios en cuanto nos sea posible y que tratemos de poner de acuerdo desde acá nuestra voluntad y nuestra conciencia con la voluntad divina”.

El que dice al Padre: “Hágase tu voluntad”, le dice también: “Tú, Padre divino, eres más grade que yo; eres más sabio e infinitamente más bueno que yo. ¡No permitas que mi libertad se oponga a tu voluntad, ni que mi querer se oponga al tuyo!”. El padre Mateo Crawley (1875-1960), apóstol incansable del Sagrado Corazón de Jesús, sintetizó en una sola máxima todo cuanto podríamos decir respecto a esta petición: “El Señor nos ha mandado orar así: ‘Hágase tu voluntad’, porque nosotros no sabemos lo que queremos”.

No obstante, hay todavía algo muy importante que decir, y es que la voluntad de Dios consiste, ante todo, en esto: en que creamos en aquel a quien Él ha enviado, es decir, en su Hijo Jesucristo (Juan 6, 29), para que, creyendo en él, tengamos vida eterna (Juan 3, 17; 11, 25).

A la luz de esto, podríamos decir, pues, que no basta con cumplir los mandamientos para hacer lo que Dios quiere, sino que es necesario ante todo, como dijo Jesús al joven rico, ir en pos de él y seguirlo. De esta manera, el que se rehúsa a creer en él, aunque moralmente sea la persona más buena, no está haciendo todavía lo que Dios quiere.

Por eso decía San Agustín (354-430): “¿Será de veras necesaria tu oración para que Dios haga su voluntad? Si efectivamente Dios es todopoderoso, ¿para qué molestarnos en rogarle que haga su voluntad? ¿Qué es, pues, lo que en realidad significa esta petición: ‘Hágase tu voluntad?’. Pues que se haga en mí: que no me oponga a su voluntad… Nos ha ordenado el Señor rezar por nuestros enemigos; la Iglesia es el cielo; los enemigos de la Iglesia, la tierra. ¿Con qué intención decimos nosotros: ‘Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’? ¡Que puedan tus enemigos, Señor, los enemigos de la Iglesia, creer en Ti como creemos nosotros! Que se vuelvan nuestros amigos, que depongan todas las prevenciones que contra nosotros puedan tener. Son tierra, y por eso nos combaten; que se conviertan en cielo y así podremos andar juntos” (Sermón 56, 4-13).

Al final de su vida pública, Jesús se vio en el deber de vivir letra por letra lo que antes había enseñado. ¿No había dicho a sus discípulos: “A quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda; al que te demande para quitarte la túnica, dale también el manto; y al que te pide que lo acompañes mil pasos, tú ve con él dos mil” (Mateo 5, 39-41)? Pues bien, todo esto hizo el Señor: la soldadesca lo escupió y lo abofeteó, pero él no devolvió los golpes; luego lo hicieron caminar más de mil metros, pero no con las manos vacías, sino cargando la cruz, y por último le quitaron la túnica para jugársela los dados. ¡Todo cuanto había dicho el Señor, se cumplió en él!

También había enseñado a sus discípulos: “Cuando oren, digan: Padre…, hágase tu voluntad”. Y, en sus últimos momentos, orando en un huerto de Jerusalén, dirá de acuerdo con su enseñanza: “Padre, si es tu voluntad, que pase de mí este cáliz, pero que no se haga lo que yo quiero...”.

“Cuando llegaron a un lugar llamado Getsemaní, dijo Jesús a sus discípulos:

“-Siéntense aquí mientras yo voy a orar.

“Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. Comenzó a sentir miedo y angustia, y les dijo:

“-Me muero de tristeza. Quédense aquí y velen.

“Y avanzando un poco más, se postró en tierra y suplicaba que, si era posible, no tuviera que pasar por aquel momento. Decía:

“-Abbá: todo te es posible. Aparta de mí este cáliz de amargura, pero que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Marcos 14, 32-36).

En la versión lucana del Padrenuestro no aparece esta petición: “Hágase tu voluntad”; en la de Mateo, en cambio, es formulada de esta manera: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Que es como decir: “Así como en el cielo, Padre, tu voluntad se hace, que así se haga igualmente en la tierra”.

Mas, aquí puede surgir esta pregunta: ¿y qué impide que en la tierra se haga la voluntad de Dios? ¿No es Él Todopoderoso y hace lo que quiere? Sí, y, sin embargo, hay algo que Él no puede porque ha decidido no quererlo: forzar la libertad del hombre.

¡Cuánta razón tenía Georges Bernanos (1888-1948) al escribir en uno de sus libros que el misterio de los misterios no es el del mal, como a menudo se ha dicho, sino el de la libertad! Que el hombre sea libre quiere decir que se le ha dado el poder de no querer y, por tanto, de no hacer, lo que Dios esperaría que hiciese.

Un teólogo del siglo V llamado Teodoro de Mopsuestia (350-428) interpretaba en este sentido la petición que hoy meditamos, pues en una de sus Homilías catequéticas dijo así: “Hemos de tratar por todos los medios de encauzar en lo posible nuestra conducta en este mundo, de cara a la vida en el cielo. Allá arriba nada maquina contra Dios; el pecado se ha desarraigado, el poder de los demonios se halla abolido, como se hallan vencidos igualmente nuestros enemigos; por último resucitaremos de entre los muertos y moraremos en el cielo con otra naturaleza, ahora inmortal e inmutable; más que nada, nos hallaremos vinculados a la voluntad divina, en la luz inmarcesible de Dios; ya no desearemos más que su querer y únicamente cumpliremos su voluntad, puesto que ya no habrá nada que se le oponga. Se nos pide que en este mundo perseveremos en esa voluntad de Dios en cuanto nos sea posible y que tratemos de poner de acuerdo desde acá nuestra voluntad y nuestra conciencia con la voluntad divina”.

El que dice al Padre: “Hágase tu voluntad”, le dice también: “Tú, Padre divino, eres más grade que yo; eres más sabio e infinitamente más bueno que yo. ¡No permitas que mi libertad se oponga a tu voluntad, ni que mi querer se oponga al tuyo!”. El padre Mateo Crawley (1875-1960), apóstol incansable del Sagrado Corazón de Jesús, sintetizó en una sola máxima todo cuanto podríamos decir respecto a esta petición: “El Señor nos ha mandado orar así: ‘Hágase tu voluntad’, porque nosotros no sabemos lo que queremos”.

No obstante, hay todavía algo muy importante que decir, y es que la voluntad de Dios consiste, ante todo, en esto: en que creamos en aquel a quien Él ha enviado, es decir, en su Hijo Jesucristo (Juan 6, 29), para que, creyendo en él, tengamos vida eterna (Juan 3, 17; 11, 25).

A la luz de esto, podríamos decir, pues, que no basta con cumplir los mandamientos para hacer lo que Dios quiere, sino que es necesario ante todo, como dijo Jesús al joven rico, ir en pos de él y seguirlo. De esta manera, el que se rehúsa a creer en él, aunque moralmente sea la persona más buena, no está haciendo todavía lo que Dios quiere.

Por eso decía San Agustín (354-430): “¿Será de veras necesaria tu oración para que Dios haga su voluntad? Si efectivamente Dios es todopoderoso, ¿para qué molestarnos en rogarle que haga su voluntad? ¿Qué es, pues, lo que en realidad significa esta petición: ‘Hágase tu voluntad?’. Pues que se haga en mí: que no me oponga a su voluntad… Nos ha ordenado el Señor rezar por nuestros enemigos; la Iglesia es el cielo; los enemigos de la Iglesia, la tierra. ¿Con qué intención decimos nosotros: ‘Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’? ¡Que puedan tus enemigos, Señor, los enemigos de la Iglesia, creer en Ti como creemos nosotros! Que se vuelvan nuestros amigos, que depongan todas las prevenciones que contra nosotros puedan tener. Son tierra, y por eso nos combaten; que se conviertan en cielo y así podremos andar juntos” (Sermón 56, 4-13).