/ domingo 3 de noviembre de 2024

Opinión | Las Palabras

-¿Y las palabras, entonces?

Había aprovechado una larga pausa para hacerle al anciano esta pregunta.

Como no me respondió, volví a preguntar, pero ahora de modo más anhelante:

-¿Y las palabras?

Se me quedó mirando largo rato. Me veía como a un desconocido, como a

un extraño: parecía no reconocerme.

-Si usted dice, como ha dicho hace un momento, que la vida verdadera es

la vida silenciosa; si hay que irse acostumbrando desde ahora al silencio del

sepulcro, ¿para qué diablos sirven entonces las palabras? Si los hombres no

tuvieran derecho a hablar; si las palabras lo único que hacen es maltratar la

beatitud del silencio, ¿por qué, entonces, se nos dio el habla como un don?

El anciano ni siquiera aparentó meditar: en realidad, parecía tener la

respuesta desde hacía tiempo. Pero no habló al instante, sino que,

intencionadamente, hizo crecer en mí la expectación.

-¡Respóndame usted! –grite, impaciente-. ¡Deje ya de hacerse el filósofo!

-Recuerdo haber leído, no sé dónde, estas palabras de François Mauriac, el

novelista francés: “Uno no tiene derecho a contemplar más que el rostro

amado”. ¿Fue en una de sus novelas?, ¿fue en su diario?, ¿o quizá en alguna nota

periodística? ¡Reconozca que se trata de una hermosa frase! Pero es aún mucho

más verdadera que hermosa…

-¿Y qué tiene esto que ver con las palabras? –dije.

-Uno no tendría que contemplar más que el rostro amado. Y, sin embargo,

en ocasiones, nos dejamos atraer por dulces cantos de sirenas. En esas ocasiones,

uno vuelve la cabeza hacia otra parte, se gira hacia otra dirección… ¿No es

terrible?

-Sigo sin entender.

-Uno se gira, sí; otea horizontes que no debe, que no tiene derecho a…

¿Sabe usted cuál es la tragedia del hombre: del ser humano, quiero decir? Que

puede distraerse de la contemplación de lo único que ama. Se ha elegido a un ser

para consagrarle la vida y, de pronto, en la lejanía, nos dejamos cegar por el

resplandor de un rostro que no es el rostro amado. ¡Nosotros nos creíamos más

fuertes! Pero ya ve usted…

-No entiendo nada de nada.

-¿Qué es lo que no entiende?

-Qué tiene que ver una cosa con la otra.

-Se lo diré, no se impaciente usted. “Uno no tiene derecho a contemplar

más que el rostro amado”, ha dicho Mauriac; pues bien, parafraseándolo podría

decir yo también: “Uno no tiene derecho a decir más que bellas palabras”. Pero

en ocasiones uno se desvía y acaba diciendo lo que no debe. Eso es a lo que yo

llamo “utilizar la palabra para otros fines”. ¡Sólo se tiene derecho a romper el

silencio cuando hay a la puerta de los labios una dulce palabra que es necesario

decirle a alguien. ¿Ahora sí me entiende usted?

-Creo que sí.

-¿Ve que sí había relación entre un cosa y la otra? Y, por lo demás, ¿qué

culpa tengo yo de perderme en mis ideas como en un laberinto? Hace un

momento le hablé de una novela en la que un hombre de mi edad hablaba con

una niña acerca del silencio: ¿lo recuerda usted?

-Sí.

-Pues en esa misma novela hay otro diálogo interesante que quisiera

referirle ahora: trata de las bellas palabras que, por alguna razón, nunca llegan a

pronunciarse. Esa niña había llegado a vivir a casa de unos ladrones porque su

madre, traficante de drogas, había sido atrapada por la policía. Las semanas

pasan, pasan los meses, y un día el personal de orfanato de París viene para

llevársela. Y, efectivamente, se la lleva. Es entonces cuando tiene lugar el

siguiente diálogo entre los dos delincuentes:

“-No me era indiferente. Yo la quería –dice uno de ellos refiriéndose a la

niña que les acaba de ser arrebata.

“-Pues, por lo visto, no llegó a saberlo –respondió el otro.

“-¡Debió haberlo adivinado!

“-Es posible que la niña no se diera cuenta. Por ejemplo, tú nunca le

trajiste un regalo.

“-¿Qué clase de regalo?

“-¿Qué se yo? Sobre eso no hay reglas; cuando se quiere a alguien se le

regalan cosas de vez en cuando. ¿O es que no lo sabías?

“-Dime un ejemplo…

“-¿Yo qué sé? Tal vez un velo, un velo rojo para la cabeza…”.

En fin, que la niña se fue de allí creyendo siempre que era indeseada. ¿Y no

es esto una tragedia? Ahora bien, cien páginas después, sucede, no obstante, lo

siguiente: uno de los ladrones se acordó de lo que le había dicho el otro, esto es,

que nunca había demostrado cariño a la niña, y se dice a sí mismo, atormentado

por los remordimientos: “Si nunca le dije que la quería, ¿cómo iba ella a saberlo,

entonces?”.

-Pero no me ha dicho usted todavía el nombre de esa novela.

El anciano pareció no oírme y siguió adelante:

-¡Ahora ya sabe, amigo, para qué sirven las palabras! Únicamente para

decirle a los demás cuánto los queremos. Hablar de otra cosa, cuando es

necesario hablar de esto, que es tan importante, equivale a girarse hacia otra

parte, mirar hacia otras direcciones, es decir, hacer traición a la palabra. ¿Está

usted de acuerdo conmigo o no?

-¿Y las palabras, entonces?

Había aprovechado una larga pausa para hacerle al anciano esta pregunta.

Como no me respondió, volví a preguntar, pero ahora de modo más anhelante:

-¿Y las palabras?

Se me quedó mirando largo rato. Me veía como a un desconocido, como a

un extraño: parecía no reconocerme.

-Si usted dice, como ha dicho hace un momento, que la vida verdadera es

la vida silenciosa; si hay que irse acostumbrando desde ahora al silencio del

sepulcro, ¿para qué diablos sirven entonces las palabras? Si los hombres no

tuvieran derecho a hablar; si las palabras lo único que hacen es maltratar la

beatitud del silencio, ¿por qué, entonces, se nos dio el habla como un don?

El anciano ni siquiera aparentó meditar: en realidad, parecía tener la

respuesta desde hacía tiempo. Pero no habló al instante, sino que,

intencionadamente, hizo crecer en mí la expectación.

-¡Respóndame usted! –grite, impaciente-. ¡Deje ya de hacerse el filósofo!

-Recuerdo haber leído, no sé dónde, estas palabras de François Mauriac, el

novelista francés: “Uno no tiene derecho a contemplar más que el rostro

amado”. ¿Fue en una de sus novelas?, ¿fue en su diario?, ¿o quizá en alguna nota

periodística? ¡Reconozca que se trata de una hermosa frase! Pero es aún mucho

más verdadera que hermosa…

-¿Y qué tiene esto que ver con las palabras? –dije.

-Uno no tendría que contemplar más que el rostro amado. Y, sin embargo,

en ocasiones, nos dejamos atraer por dulces cantos de sirenas. En esas ocasiones,

uno vuelve la cabeza hacia otra parte, se gira hacia otra dirección… ¿No es

terrible?

-Sigo sin entender.

-Uno se gira, sí; otea horizontes que no debe, que no tiene derecho a…

¿Sabe usted cuál es la tragedia del hombre: del ser humano, quiero decir? Que

puede distraerse de la contemplación de lo único que ama. Se ha elegido a un ser

para consagrarle la vida y, de pronto, en la lejanía, nos dejamos cegar por el

resplandor de un rostro que no es el rostro amado. ¡Nosotros nos creíamos más

fuertes! Pero ya ve usted…

-No entiendo nada de nada.

-¿Qué es lo que no entiende?

-Qué tiene que ver una cosa con la otra.

-Se lo diré, no se impaciente usted. “Uno no tiene derecho a contemplar

más que el rostro amado”, ha dicho Mauriac; pues bien, parafraseándolo podría

decir yo también: “Uno no tiene derecho a decir más que bellas palabras”. Pero

en ocasiones uno se desvía y acaba diciendo lo que no debe. Eso es a lo que yo

llamo “utilizar la palabra para otros fines”. ¡Sólo se tiene derecho a romper el

silencio cuando hay a la puerta de los labios una dulce palabra que es necesario

decirle a alguien. ¿Ahora sí me entiende usted?

-Creo que sí.

-¿Ve que sí había relación entre un cosa y la otra? Y, por lo demás, ¿qué

culpa tengo yo de perderme en mis ideas como en un laberinto? Hace un

momento le hablé de una novela en la que un hombre de mi edad hablaba con

una niña acerca del silencio: ¿lo recuerda usted?

-Sí.

-Pues en esa misma novela hay otro diálogo interesante que quisiera

referirle ahora: trata de las bellas palabras que, por alguna razón, nunca llegan a

pronunciarse. Esa niña había llegado a vivir a casa de unos ladrones porque su

madre, traficante de drogas, había sido atrapada por la policía. Las semanas

pasan, pasan los meses, y un día el personal de orfanato de París viene para

llevársela. Y, efectivamente, se la lleva. Es entonces cuando tiene lugar el

siguiente diálogo entre los dos delincuentes:

“-No me era indiferente. Yo la quería –dice uno de ellos refiriéndose a la

niña que les acaba de ser arrebata.

“-Pues, por lo visto, no llegó a saberlo –respondió el otro.

“-¡Debió haberlo adivinado!

“-Es posible que la niña no se diera cuenta. Por ejemplo, tú nunca le

trajiste un regalo.

“-¿Qué clase de regalo?

“-¿Qué se yo? Sobre eso no hay reglas; cuando se quiere a alguien se le

regalan cosas de vez en cuando. ¿O es que no lo sabías?

“-Dime un ejemplo…

“-¿Yo qué sé? Tal vez un velo, un velo rojo para la cabeza…”.

En fin, que la niña se fue de allí creyendo siempre que era indeseada. ¿Y no

es esto una tragedia? Ahora bien, cien páginas después, sucede, no obstante, lo

siguiente: uno de los ladrones se acordó de lo que le había dicho el otro, esto es,

que nunca había demostrado cariño a la niña, y se dice a sí mismo, atormentado

por los remordimientos: “Si nunca le dije que la quería, ¿cómo iba ella a saberlo,

entonces?”.

-Pero no me ha dicho usted todavía el nombre de esa novela.

El anciano pareció no oírme y siguió adelante:

-¡Ahora ya sabe, amigo, para qué sirven las palabras! Únicamente para

decirle a los demás cuánto los queremos. Hablar de otra cosa, cuando es

necesario hablar de esto, que es tan importante, equivale a girarse hacia otra

parte, mirar hacia otras direcciones, es decir, hacer traición a la palabra. ¿Está

usted de acuerdo conmigo o no?