Todo hombre desea por naturaleza saber: con estas palabras comienza Aristóteles (384-322 a. C.) su tratado de metafísica. Y así es. ¿O qué es lo que quiere el hombre cuando se dirige a un puesto de revistas y compra el periódico de la mañana? Quiere enterarse, estar al día: en una palabra, saber. Si el ser humano no estuviese poseído por este afán, las librerías –por poner un ejemplo- sencillamente no existirían.
Todo esto lo tenía muy claro Santo Tomás de Aquino (1224-1274), lector atento de Aristóteles, y por eso elevó a grado de virtud lo que él llamó, a falta de otra palabra más bella, la estudiosidad. “La materia propia de la estudiosidad –escribió- es el conocimiento”.
Sentarse ante un libro abierto, recogerse, tomar notas y subrayar párrafos, ¿no es algo que exige disciplina? El mundo invita a salir, a correr por entre los árboles de los parques, a sacar a pasear al perro y a mil otras cosas más. Pero el hombre poseído por la virtud de la estudiosidad quiere conocer la verdad y, en consecuencia, sabe poner freno a la tentación de irse a vivir la vida loca que dice la canción y quedarse allí, en silencio meditativo, para conocer el mundo – y lo que está más allá del mundo- de otra manera.
Decía Cicerón (106-43 a.C.) que, para él, la felicidad consistía en tres cosas solamente: disponer de una abundante biblioteca, poseer un jardincillo para dar en él ligeras caminatas durante el día y tener buenos amigos para conversar con ellos a la hora del crepúsculo. Poseyendo todo esto, ¿qué más era posible pedirle a la vida?
Ahora bien, como toda virtud, la estudiosidad, según Santo Tomás, es el justo medio entre dos extremos. ¿De qué extremos se trata? Si abrimos la Suma Teológica (II-II, q. 141, a. 4) con algo de paciencia, porque no es de lectura fácil, veremos que el santo doctor pone la “estudiosidad” bajo el signo de la templanza y, al lado de ella, como si de sus extremos se tratara, menciona la negligencia y la curiosidad. Éstos son los excesos; aquélla, el justo medio.
Ahora bien, ¿qué entiende él por negligencia? Es la dejadez en la búsqueda de la verdad. Al negligente los libros no le interesan y dice que, cuando cae alguno en sus manos, se duerme en el acto. Es indiferente, es perezoso. No se esfuerza nada en la conquista del saber y, entre un libro y un programa de televisión, prefiere el programa de televisión: es que éste, a fin de cuentas, no le exige demasiado esfuerzo.
En la ciudad en la que vive el negligente, un grupo de libreros han montado una hermosa feria llena de raros volúmenes; muchas de estas obras no cuestan siquiera lo que una cajetilla de cigarros, pero él ni siquiera se detiene a curiosear. ¿Para qué? Él prosigue su marcha como si tal cosa. Para enterarse de lo que necesita saber, le basta con lo que le dicen los demás. ¡Ante todo, nada de libros! ¡Él no leería uno ni aunque lo ahorcaran! Además –cómo lo dice cada vez que puede-, los libros pasaron ya de moda y además se apolillan, se hacen viejos y despiden al cabo de los años un desagradable olor a cosa vieja.
En una hermosa novela del escritor húngaro Gábor von Vaszary (1897-1985) aparece una mujer así: se llama Marie, y los libros le importan un comino. Un día que su marido había llevado uno a su casa, poniéndolo descuidadamente en alguna parte, he aquí lo que sucedió:
“Se acercaban pasos a la puerta, y Marie, con todas sus buenas cualidades, entró en la habitación. Buscaba papel para encender fuego. Como no encontró ningún periódico viejo, agarró con la mayor sencillez el libro que estaba sobre la mesa…”.
¿Qué hizo con el libro? Lo que ya el lector podrá imaginarse: echarlo a la estufa, página por página, para reencender el fuego. Así, sin remordimientos de ninguna especie, sin preguntarse de qué libro se trataba. Como ella necesitaba combustible, pues ahí estaba lo que quería.
La negligencia, dice Santo Tomás, es vitium per defectum, vicio por defecto, en tanto que su contrario no puede ser más que un vitium per excessum, vicio por exceso, que él llama curiosidad.
Consiste ésta en querer saberlo todo, en enterarse de todo: es un deseo de conocimiento, sí, pero destemplado, ávido, enfermizo. Quien haya leído Leviatán, la novela de Julien Green (1900-1998), se acordará de una tal señora Londe a quien los secretos ponían furiosa y no vacilaba en apostarse detrás de puertas mal cerradas para escuchar lo que decían los demás. Y cuando no eran puertas mal cerradas, también le servían las paredes… ¡Qué avidez de mujer, qué frenesí! Era una mujer curiosa.
Imaginemos ahora a un hombre que no durmiese por las noches con el único fin de escudriñar en su biblioteca y manosear volúmenes. Este hombre, según Santo Tomás, no posee la virtud de la estudiosidad, sino el vicio de la curiosidad, pues su deseo de saber, dígase lo que se diga, “no está regido por la templanza”.
¿Qué es, entonces, la “estudiosidad”? Es la actitud templada y virtuosa, nacida del deseo natural de saber, que se sitúa entre los extremos viciosos de la negligencia y la curiosidad”. O mejor todavía: “La estudiosidad es la virtud moral que nos alcanza el conocimiento que nos permite vivir una vida buena”.
No se trata de saber por saber: esto sería mera curiosidad; pero se trata de saber para vivir mejor, es decir, de aplicarse disciplinadamente al conocimiento, y esto es lo que no hace, ni hará nunca, el negligente: éste lo único que quiere, como aquel personaje de la televisión, es evitar la fatiga…
¡Ah, cuántas cosas tenemos que aprender todavía de los medievales! ¡Cuántas cosas que nosotros no habíamos distinguido, y ellos sí!