Jesús no define nunca, sino que enseña mediante imágenes; no dice nunca: “El Reino de los Cielos es…”, sino: “El Reino de los Cielos se parece a…”.
Prefiere que sus oyentes echen a volar su imaginación y saquen por ellos mismos todas las consecuencias pertinentes al caso. Una vez, por ejemplo, contó la historia de un hombre que, como todo hombre, por desgracia, tenía enemigos. Con esto no quiso decir que hubiese quien le tuviera antipatía, sino que hubo uno que hizo de todo por hundirlo. A menudo creemos que basta caerle mal a alguien para considerarlo nuestro enemigo. ¡No lo es, o, por lo menos, no todavía! Hay gente que no nos traga y que, cuando nos ve, se gira sencillamente hacia otra parte. A esta gente no debemos considerarla aún nuestra enemiga. Porque el enemigo, el real, el verdadero, no se gira nunca hacia otra parte, sino que nos observa; es más, nos observa con mucha mayor atención que nuestros amigos. Más que mirarnos, nos espía, porque ha decidido, cueste lo que cueste, acabar con nosotros.
“Un hombre sembró buena semilla en su campo, pero mientras los trabajadores dormían, llegó un enemigo del dueño, sembró cizaña entre el trigo y se marchó” (Mateo 13, 25-26). ¡Ah, cómo son activos nuestros enemigos! Les preocupa mucho nuestro éxito. ¡Eso les atormenta! Por lo pronto, el propietario de la parábola tiene ya un campo contaminado, por decirlo así, y ahora tendrá que esperar varios meses si no quiere perder la totalidad de la cosecha. Pero, ¿esperar a qué? El gran biblista italiano Gianfranco Ravasi hace la siguiente precisión en uno de sus libros: “La cizaña, en primavera, no se distingue del trigo o de la cebada; pero en el tiempo de la siega se hace más reconocible por ser más corta, pequeña y sin espigas” (La Palabra y las palabras). Es por esto que el patrón de la parábola pide a sus trabajadores aguardar un poco: porque, sin apenas distinguir el trigo de la cizaña, sus trabajadores cortarían parejo…
“-Señor, ¿que no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, salió esta cizaña? ¿Quieres que vayamos a arrancarla?
“Pero el señor les contestó:
“-No, no sea que al arrancar la cizaña arranquen también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha” (Mateo 13, 13, 27-29).
Entonces, y sólo hasta entonces, será el tiempo de la separación. ¡Hoy todavía no!
A través de esta historia, Jesús habló a sus oyentes de la paciencia de Dios. Él no se arroja sobre el pecador para destruirlo, sino que le da tiempo para que se arrepienta. Pero no sólo habla Jesús de la paciencia de Dios, sino que invita sus discípulos a practicar esta misma virtud. Hay quienes querrían que la Iglesia, el campo donde Dios ha sembrado a manos llenas su Palabra, fuese una asamblea de ángeles; por lo pronto, les cuesta aceptar que junto al trigo bueno haya también cizaña, y entonces emigran a otras iglesias: iglesias a menudo estrambóticas y raras. A estos tales hay que decirles que esa asamblea de ángeles que anhelan sí que existe, pero está en el cielo, y que aquí en la tierra sólo encontrará, adondequiera que dirija la vista, trigo mezclado con cizaña.
En el siglo IV de nuestra era, San Agustín escribió un bellísimo tratado a pedido de un desesperado diácono llamado Deogracias. Éste se quejaba con el santo obispo de Hipona de que los que estaban preparándose para recibir el bautismo –es decir, los catecúmenos- se le aburrían mucho en sus pláticas y que, bien a bien, no sabía qué enseñarles. Entonces San Agustín puso manos a la obra y le preparó un temario al que podría sujetarse para tener éxito en su tarea. El tratado en cuestión se titula así: De catechizandis rudibus, es decir, Sobre la catequesis a los ignorantes. Allí nuestro autor bosqueja todo un plan de preparación catequética; sin embargo, como si se tratara de una obsesión, una y otra vez le dice al diacono que prevenga a los nuevos cristianos; que les diga también, para que no se sientan engañados, lo que, además de la santidad, van a encontrarse en la Iglesia:
“Hay que proteger la debilidad del catecúmeno –le dice una y otra vez- contra las tentaciones y los escándalos de dentro y de fuera de la Iglesia. Fuera están los gentiles, los herejes y los judíos; dentro, los que son paja en la era del Señor, haciéndoles ver que ya estaba profetizado que hubiera hombres malos en la Iglesia… Que no se dejen seducir por los bebedores, avaros, ladrones, jugadores, adúlteros, fornicarios, los que pasan la vida en espectáculos, los fabricantes de drogas sacrílegas, los cantadores, los astrólogos y adivinos y demás de este jaez, que también se encontrará en la casa del Señor, pero no como ciudadanos, sino como advenedizos” (VII, 11).
Y sigue diciéndole –sí, se trata de una auténtica obsesión-: “Los escándalos nos afligen porque vemos que se pierde el que los da, o que por él se pierden los que son débiles… ¿Qué has de decir sobre esto al catecúmeno? Que le sirvan los escándalos de estímulo y que se guarden muy bien de imitar a aquellos que no son en verdad cristianos, sino sólo de nombre, y que no se dejen arrastrar por la muchedumbre apartándose de Cristo. Con mucho cuidado has de hablarle de este punto, no sea que quiera entrar en la Iglesia de Dios donde hay tantos malos, o quiera entrar para ser uno de tantos” (XIV, 21).
Y aquí no acaba San Agustín, sino que sigue diciendo aún más cosas. El que acaba aquí soy yo, por desagradables cuestiones de tiempo y de espacio. Pero, el que desee leer este tratado, búsquelo en Internet y, tal vez, hasta pueda descargarlo gratis. ¡Paciencia, pues! Y, mientras esperamos el día de la siega, pidamos la gracia de ser grano y no paja, buen trigo y no cizaña en el campo del Señor. Lo más fácil es apuntar con el dedo a los demás, pero aquí se trata más que de apuntarnos a nosotros mismos…