/ domingo 29 de septiembre de 2024

Opinión | El nuevo ateísmo

Les explico a mis alumnos que el ateísmo ha ido cambiando de rostro con el pasar de los siglos; que siempre ha existido, pero cada vez se ha expresado de distinta manera.

Ya sé –les digo- que hay quien asegura que no hubo ateos en el mundo antiguo, pero yo sostengo contra quien sea que siempre los hubo, los ha habido y los habrá.

Por ejemplo, ¿hubo ateos entre los judíos del Antiguo Testamento? Hay estudiosos que dicen que no, pero yo explico a mis alumnos que sí, que claro que los hubo. Sólo que el ateísmo de los judíos de antes de Cristo y el de los de después de él no se expresaba diciendo, como el ateísmo decimonónico: “Dios no existe”. Quien así habla, según el autor del Salmo 14, no es lo que hoy llamaríamos un ateo, sino un necio y un insensato. El ateo, para la Biblia, no es el que niega la existencia de Dios, sino el que dice, como dijeron algunos en los días de la prueba en el desierto: “Bueno, ¿y está el Señor con nosotros o no?” (Éxodo 17, 7). Ateo, aquí, no es el que afirma la inexistencia de Dios, sino el que niega su providencia, es decir, sus buenas intenciones para con los hombres. Todo esto les explico a mis alumnos y ellos se quedan pensativos.

Sin embargo, con el rodar de los siglos –en el caso de que rueden- el ateísmo fue adquiriendo otro rostro, y ya se era ateo por motivos teóricos, para decirlo de algún modo. Se buscaban en los libros las razones para no creer en Dios, y un terremoto acaecido en Lisboa, por ejemplo, era suficiente argumento para poner en duda no sólo su bondad, sino su misma existencia. “¿Cómo se puede Dios permitir semejantes catástrofes?”, se preguntaba el ateo del siglo XVIII. Y continuaba así su razonamiento: “¡Preferimos que Dios no exista a que sea un villano y un asesino!”.

Estos razonamientos –que alcanzaban niveles de verdaderos sofismas- hicieron mucha mella en las conciencias de la época. Y durante todo el siglo XIX los espíritus ilustrados siguieron buscando aquí y allá razones que disculparan a los hombres de creer. Los libros de Friedrich Nietzsche (1844-1900), por ejemplo, estaban llenas –o creían estar- de estas razones. Y todavía Albert Camus (1913-1960), en pleno siglo XX, se declaraba ateo porque…

Acto seguido, recomiendo a mis alumnos que lean La peste, y hasta prometo un punto extra en la calificación final para el que lo haga. En esta novela encontrarán –les digo- el razonamiento de un hombre honesto que ha preferido no creen en Dios a creerlo malo. “¿Cómo justificar –se preguntaba el Nobel francés- que los niños sean torturados? ¿Es que estamos gobernados por un Dios sádico? ¡Si el precio que hay que pagar por la vida es el sufrimiento de los inocentes, devuelvo a Dios mi billete de entrada!”. En fin, que Camus tenía sus razones. Y yo, cuando era joven, lo admiré por su honradez intelectual; y tanta fue mi admiración por él, que hasta leí sus obras completas –dos gruesos volúmenes de más de mil páginas cada uno publicadas por la editorial Aguilar, de Madrid.

Sin embargo, por la misma época que Camus –era incluso ocho años mayor que él, y también más antipático- surgió en Francia otro filósofo: se llamaba Jean Paul Sartre (1905-1980), y con él el ateísmo adquirió otro rostro: el rostro desenfadado con el que se presenta actualmente. ¿Qué fue lo que hizo Sartre? Él no buscó en los libros razones para prescindir de Dios, ni se escandalizó por el sufrimiento de los inocentes, sino que dijo: “El hombre es libre absolutamente. Él ha sido condenado a ser libre. Por lo tanto, Dios no puede ni debe existir, porque entonces sería un obstáculo para la libertad humana. Si Dios existiese, entonces el hombre tendría que obedecerlo y rendirle pleitesía, y al instante se convertiría en su esclavo. Por lo tanto, no existe Dios”. Un personaje de Las moscas, su obra más representativa, dice a Zeus alzando la voz: “¡Desde que me creaste dejé de pertenecerte!”.

Poco antes de terminar la lección –ya falta poco-, leo a mis alumnos lo siguiente, que tomo de un libro del filósofo alemán Hans Pfeil y que resume bastante bien lo que acabo de decirles: “Mientras en el siglo XVIII y parte del siglo XIX, Dios y Cristo eran rechazados por razones teóricas, en el siglo XIX y sobre todo en el siglo XX –siglo que da poca importancia a las consideraciones teóricas-, el motivo primario del ateísmo son los objetivos prácticos… Jean Paul Sartre es el exponente de todos aquellos que se rebelan contra Dios porque les prescribe lo que deben realizar y lo que deben omitir. Porque ellos se consideran absolutamente libres e imaginan que tienen el derecho y tal vez hasta la obligación de estructurar una vida totalmente conforme a sus gustos e inclinaciones sin permitir que nadie les dé órdenes de ninguna especie” (La humanidad en crisis).

Hoy el ateísmo –digo- no tiene otras razones que el egoísmo y la pereza. Se trata del egoísmo del que no puede permitir que nadie se inmiscuya en sus asuntos y de la pereza de aquel joven que un domingo fue despertado por sus padres para ir a Misa.

-¿A Misa? –respondió el muchacho arrebujándose entre las sábanas-. ¡Pero si yo no creo en Dios!

Hoy el ateísmo no presenta un rostro crispado –como el de Nietzsche-, ni un rostro atormentado –como el de Camus-; hoy presenta, por el contrario, un rostro sonriente, relajado: como el de quien ha lanzado un bostezo que no podía reprimir por más tiempo.

Pero ya no pude seguir diciendo más cosas sobre este asunto, porque sonó el timbre y hube de callarme, so pena de que mis alumnos se quejasen a la dirección por abusar de su precioso tiempo.