La avaricia, como se sabe, es un pecado capital, y ya Juan Casiano, en el siglo IV d. C., la definía sencillamente como “amor al dinero”.
El avaro es un hombre triste porque teme todo tipo de peligros. ¿En qué momento entrarán los ladrones en su casa para llevarse sus riquezas? ¿Por qué boquete se introducirán?
En el libro séptimo de sus Instituciones monásticas habla largamente Casiano acerca de esta pasión incontenible que no se sacia con nada. “La verdad –dice- es que la codicia engendra un frenesí que aumenta más y más con la riqueza”. O dicho con las palabras de un mexicano: “El rico, entre más tiene, más quiere”.
“Pero no termina aquí la tragedia –sigue diciendo nuestro autor-. En su imaginación, el avaro va forjándose insensiblemente el pensamiento de que le aguarda una vida larga, con una vejez cuajada de enfermedades de todo género; enfermedades que no podría superar a esos años si no cuenta de antemano con una suma considerable de dinero que debe reunir ahora, en la juventud”.
¡El codicioso cree, estúpidamente, que le espera una larga vida! ¡Piensa que no va a morirse nunca, y por eso acumula y acumula sin descanso! El pobre se cree inmortal. ¡Ah, si él supiera que tal vez esta misma noche…!
He aquí un retrato perfecto del avaro; lo traza el novelista húngaro Gábor von Vaszáry (1897-1985) en una novela suya titulada Las estrellas palidecen:
“Angèle Gauley, una anciana señorita de setenta y ocho años, había escondido todo su dinero en un viejo calcetín zurcido que guardaba bajo el colchón de su cama. Por la noche dormía encima y durante el día sacaba muchas veces el calcetín que contenía su tesoro para, con dedos humedecidos, recontar el dinero que había dentro una y otra vez.
“Si en alguna ocasión se equivocaba, la sangre se le subía a la cabeza, y era la única vez que se le ponía rojo el pálido rostro, se le oprimía el corazón y le martilleaba con fuertes latidos.
“Vivía sola con un gato de manchas oscuras al que nunca le quitaba los ojos de encima y al que observaba ininterrumpidamente, porque desconfiaba de él casi tanto como de las personas…
“Se había convertido en esclava de su dinero y lo vigilaba desde la mañana temprano hasta bien entrada la noche… Comía poco, se vestía como una mendiga y tiritaba amargamente durante todo el invierno, ya que en su hornillo, por razones de economía, sólo de vez en cuando ardía una llamita…
“Salía a calentar en el hornillo de su vecina un ladrillo que aplicaba a los fríos pies toda la noche el meterse en la cama, y para ella representaba una lucha moral cada vez que tenía que tomar la decisión de apartarse por un momento de la vivienda y dejar sin custodia el dinero colocado bajo el colchón.
“La única ventana de su habitación daba a un sucio patio. A aquella ventana se asomaba todas las mañanas y escuchaba a sus vecinos para pedirles que le compraran tal o cual cosa. Entonces se quejaba de una enfermedad que no tenía y de su pobreza, para despertar la compasión de los demás y despistar a la gente.
“Pero, ¿por qué ahorraba en realidad tanto dinero y por qué se imponía tales privaciones? A esta pregunta, Angéle Gauley no habría sabido qué responder, porque aunque hubiese llegado a cumplir ciento cincuenta años, habría podido vivir decorosamente y sin preocupaciones con el dinero que ya poseía.
“Todas las mañanas, cuando abría la ventana para airear la habitación, se sentaba allí y no se movía de su sitio. Cuando por casualidad pasaba por el patio alguien a quien ella no conocía, se ponía en pie inmediatamente y cerraba de improviso la ventana con sus manos temblorosas cubiertas de pecas.
“Se acostaba tarde y se levantaba temprano, ya que dormía poco y siempre con sueños inquietos. Prefería dar una cabezada durante el día para, por la noche, no tener necesidad de dormir mucho y poder vigilar mejor su dinero”.
Angéle Gauley, al anochecer, se quedaba a oscuras para no tener que gastar en combustible, y allí se ovillaba, en un rincón de su pocilga, tiritando de frío y de miedo. ¡Y qué miedo no tenía!, ¡qué pesadillas no la atormentaban!, ¡qué terrores no padecía cuando, a lo lejos, escuchaba un ruido extraño! La vigilaban sí; alguien, seguramente, seguía con atención todos sus movimientos… ¡Canallas! ¡Que el diablo se los lleve a todos! ¿Por qué no la dejaban en paz?
Y no voy a decir cómo acabó la vida de esta infeliz mujer para que, si algún día, en algún lugar, se encuentra usted con un tomo de rojas cubiertas que diga en el lomo: Las estrellas palidecen, no lo deje allí y se lo lleve a su casa.
Podría decir, ya para poner punto final, que la avaricia nos hace mentirosos, quejumbrosos, mentirosos, noctámbulos e inseguros. Por eso es un vicio capital: porque es cabeza u origen de otros muchos vicios y pecados. ¡Yo no he conocido a un solo avaro que sea sincero! Todos mienten, todos hablan en voz baja para quejarse de su triste suerte. ¡Ya van a operarlos de la aorta, ya se preparan para sus sesiones de quimioterapia, ya van a amputarles un pie! Pero ni están malos del corazón, ni tienen cáncer ni se les ha gangrenado nada. Hablan así porque no pueden hablar de otra manera. Tienen miedo que los demás los consideren demasiado afortunados y, no pudiendo soportar tanta prosperidad, les disparen un tiro en la sien. Un recurso del avaro es siempre andar por la vida causando lástima. Únicamente así se siente seguro.
El avaro no cree en la Providencia divina; en realidad, el avaro no tiene fe más que en sus millones. Entre Dios y el dinero, prefiere el dinero. Dios nos hace valientes, pero el avaro es un cobarde, un temeroso: es, en el fondo, un hombre que se ha convertido en mendigo hoy para, según él, no tener que serlo mañana.