/ domingo 21 de abril de 2024

Opinión | Conquistarse

Ella, tras veinte años de vida en común, odiaba que él se dejara la barba, pero él, como quiera que sea, se la dejaba: durante varios días –a veces semanas- el rastrillo no pasaba por su cara, y ella lo rechazaba a la hora de los besos.

-Raspas –le decía-. No es que no te quiera, pero ¿por qué no te rasuras?

Entonces él sonreía, pero no hacía nada más que sonreír. A veces, muy raramente, le explicaba:

-Quiero ver cómo me veo, eso es todo.

Y ella:

-¿Quieres de veras saber cómo te ves? Más viejo. La barba le agrega diez años a tu edad. ¡Ya no te besaré más si no te la cortas! Por supuesto, se trata de una advertencia.

Y él venga a sonreír otra vez, dando a entender con ello que, en todo caso, se lo pensaría.

-Y luego, y luego –seguía explicándole la mujer- está lo del cigarrillo. No has querido dejar de fumar, como te lo he pedido desde que nos casamos. ¡Allá tú! Pero lo que no sabes es cuánto me choca que dejes cenizas por todas partes. En el baño, en la sala, en la cocina, en los platos, en los vasos, en la mesa. ¡A donde yo voltee has dejado una colilla! ¿Por qué no te disciplinas un poquito? ¡Bien que podría dejarlas en los ceniceros! Pero, claro, no te importa. ¡Has hecho de mí una fumadora pasiva! Veinte años aspirando tu humo. ¡Quién sabe qué día de estos me moriré!

Eso era todos los días, de lunes a sábado. Pero los domingos era el turno de él. Le decía a su mujer:

-¿Sabes que no me gusta verte con esas chancletas de hule que te pones? ¡Dios mío, cuánto las aborrezco! Haces al andar un ruido que me eriza los cabellos. Es como si, escribiendo en el pizarrón, de pronto se te rompiera el gis. ¡Me estremezco! Te oigo caminar a lo lejos y es como si oyera a alguien destapando el váter. Como si estuvieras oprimiendo un juguete lleno de aire.

-¿Quieres que me ponga zapatillas de tacón para regar las plantas? –preguntaba ella, profundamente indignada.

-Pues prefiero verte descalza que con esas chancletas transparentes. ¿Cómo se te ocurrió comprarlas?

-Para que te lo sepas –protestaba ella-, son muy cómodas. ¡Y tú deberías comprarte unas! Con ellas no me importa mojarme los pies.

Y, por supuesto, seguía poniéndoselas, a pesar de los reproches de él. Si se sentía tan cómoda con sus chancletas, ¿por qué no iba a usarlas? Además, las había comprado muy baratas, rescatándolas de una canastilla de ofertas donde yacían olvidadas.

Sin embargo, ya es hora de que lo diga: él y ella son mis amigos. Los quiero mucho, pero siempre andan a la greña. Cuando no se tiran un vaso, se tiran un plato, o lo que encuentren a mano. Es un decir, claro está.

Ella se enoja porque él no se arregla para ella, y él se enoja con ella porque no se arregla para él.

Desde que se casaron, ya no quisieron conquistarse, ni les preocupó gustarse. Si ya habían formalizado el compromiso, ¿para qué darle más vueltas al asunto?

Una noche que me invitaron a cenar –cosa que hacían por lo menos una vez al mes-, él traía la barba más larga que nunca –en realidad, parecía un gamberro-, y ella caminaba del comedor a la cocina con sus chancletas de hule, produciendo un sonido desagradabilísimo.

-Con usted –me habían dicho la primera vez- no nos vamos a andar con ceremonias. Es más, ni siquiera lo tenemos que invitar cada vez. Usted llega y ya está. Comeremos lo que haya.

En el fondo, creo que me quieren. En el fondo, creo que se quieren. Y por eso aquella noche, al despedirme, les dejé, en calidad de préstamo, un libro del doctor René Biot titulado Dolores y gozos en la vida conyugal (San Sebastián, Dinor, 1955). Lo había llevado conmigo con toda premeditación, para que en él leyeran por lo menos la siguiente página:

“ ‘Vivo de buena sopa, no de buenas palabras’, confiesa el burgués de Molière. No sólo lo confiesa, sino que reivindica su derecho a ser honrado como merece. Y madame Acarie, aun en medio de sus ímpetus místicos, no descuidaba ninguno de sus deberes de ama de casa.

“Cuántos maridos hubieran sido más atentos para con su esposa si ésta hubiese encontrado el secreto de tener una casa bien puesta, de servir unos platos bien aderezados. Cuántos hubieran sido menos sensibles a los encantos de una intrigante, si su mujer hubiera tenido el cuidado de conservar su atractivo, de tomarse el trabajo y el tiempo para adornar un poco su persona…

“¿Y creéis vosotros, maridos que leéis estas reflexiones familiares, que vuestra esposa no se siente irritada diariamente por vuestras negligencias? ¿Esa barba sin afeitar? ¿Ese desaliño que invade nuestras costumbres hasta en los medios sociales en que hasta ahora guardábamos la mayor corrección?

“ ‘¡Otra vez!’ ¿No oís cómo murmura esto aquel o aquella que día tras día, hora tras hora, tropieza con el mismo defectillo del cónyuge? ‘¡Otra vez!’. Cuando se nos escapa esta palabra es porque nuestra paciencia está muy próxima a agotarse. Mas, ¡ay!, es también porque el amor se cansa, se fatiga, y está en peligro de quedar a merced de una tormenta…”.

Mañana he quedado de ir a cenar nuevamente con ellos. Espero novedades. O sea, que hayan leído juntos el libro. Pero, sobre todo, que me lo devuelvan…