/ domingo 14 de julio de 2024

Opinión | Campos definidos

Jesús hace un alto en el camino y lanza a los discípulos una pregunta desconcertante: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Cf. Mateo 16, 13). Éstos, entonces, se lanzan a dar explicaciones y a referir comentarios: unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que…

¡Sí, claro, todos somos muy buenos para repetir lo que se dice! De acuerdo, los discípulos son hombres enterados: se ve que escuchan las noticias. Pero Jesús, dando un giro a la conversación, cambia repentinamente la pregunta:

-“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Mateo 16, 15).

Ustedes, los que están conmigo, los que comparten mi vida, ¿qué dicen de mí? Ya no se trata, muchachos, de repetir opiniones ajenas, sino de hablar con palabras propias. Ustedes, pues, ¿qué piensan sobre este asunto? No se puede vivir de lo que se dice: ahora es preciso adoptar una postura, hacer una elección, dejar hablar a su conciencia.

Responde Pedro en nombre de los demás:

“-Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16, 16).

-“¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan –lo felicita el Señor-, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mateo 16, 17-19).

Y al escuchar esta declaración del Señor, uno se siente tentado de decirle: “¿Realmente los poderes del infierno no podrán contra ella? ¡Nosotros, por el contrario, vemos otra cosa! Vemos cómo son fuertes y desenfadados los que odian a la Iglesia, y cómo son tímidos los que la aman. Libros y libros se escriben contra ella, y no hay artículo de periódico o parte de prensa que no se haga lenguas subrayando sus defectos reales o ficticios”.

Y siente uno también ganas de mostrarle al Señor -¡como si no lo supiera ya!- lo que dicen algunas de estas obras. “En mi modesta opinión –escribe, por ejemplo, Fernando de Orbaneja en su maligno libro Lo que oculta la Iglesia- creo que la Iglesia sobrevive gracias a su ejemplar organización. El flujo de información ascendente, y el de órdenes y normas descendente, se realiza de forma rápida y directa, pues la línea jerárquica es muy corta: Sacerdote-Obispo-Papa. Si a esto añadimos un excelente y exhaustivo control, una información fidedigna y bien filtrada, un acertado manejo del miedo y la coacción, una implacable selección de las personas y un extraordinario poder económico, la situación de la institución es privilegiada y poco menos que inexpugnable. Pero torres más altas cayeron”.

¿Lo ves, Señor? ¡Y libros como éste abundan! ¡Y hay quien los lee y se cree todo lo que dicen! Una novelista española -de muy medianos vuelos, todo hay que decirlo-, llamada Maruja Torres, escribió hace no mucho un artículo para El País, en el que se expresó con el sarcasmo que ya va siendo habitual en publicaciones de todo tipo: “Por las calles de Roma pasan autobuses especializados en turismo cristiano; en numerosas fachadas asoma su ratonil sonrisa el actual pontífice –se refería a Benedicto XVI-… Y estos buenos vivientes –permítanme el galicismo más que gálico, pero nada fálico- se abanican, como mi taxista, con la creencia de que todos los españoles somos católicos. Pastorean las ovejas suyas, pero al contar hacen trampa: incluyen a las reses (sic) que no pastan en su pradera… Deberíamos apostatar en masa. Eso les bajaría los humos”.

¡Y si únicamente fueran estos dos los que hablan así! Pero son legión. Y no te digo los nombres de los que aquí, en San Luis, se expresan en los mismos términos porque no acabaría nunca. ¿Y dices que los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella? ¡Pues bien, sí! Lo creeré. Porque tú no sólo dices la verdad, sino que eres la Verdad, es necesario creer que al final todo estará bien. “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.

En una de sus homilías, y hablando alternativamente con Pedro y con su auditorio, dijo una vez San Agustín (354-430): “Sobre esta piedra edificaré la fe que acabas de confesar. Sobre lo que acabas de decir: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo”, edificaré mi Iglesia. Tú eres, pues, Pedro. Pedro viene de piedra, no piedra de Pedro. Pedro viene de piedra, como cristiano viene de Cristo. ¿Quieres saber cuál es la piedra de la que recibe el nombre Pedro? Escucha a Pablo: ‘No quiero que ignoréis, hermanos, que todos nuestros padres se hallaron bajo la nube, todos pasaron el mar y todos fueron bautizados con Moisés en la nube y en el mar; todos comieron del mismo alimento espiritual y bebieron de la misma bebida espiritual. Bebían, en efecto, de la piedra espiritual que los seguía. La piedra era Cristo’ (1 Corintios 10, 1-4). He aquí de dónde viene Pedro” (Sermón 295, 1).

Y porque la Iglesia está edificada sobre esta Piedra, el poder del infierno no la derrotará. Si estuviese edificada sobre las debilidades de un hombre, no habría mucho que esperar de ella; pero porque la Iglesia es esa casa construida sobre roca que dice el evangelio (Cf. Mateo 7, 21-27), ningún vendaval, por furioso que sea, la derribará. Por lo pronto, la Historia sirve para esto: para que tomemos una decisión. Tú mismo lo dijiste, Señor: “Yo he venido a este mundo para un juicio: para que los ciegos vean, y los que creen ver queden ciegos” (Juan 9, 39). El tiempo es esto: la oportunidad que nos das para amarte o bien para rechazarte. Para, como lo dijiste tú mismo, se definan los campos ya desde ahora.


Jesús hace un alto en el camino y lanza a los discípulos una pregunta desconcertante: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Cf. Mateo 16, 13). Éstos, entonces, se lanzan a dar explicaciones y a referir comentarios: unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que…

¡Sí, claro, todos somos muy buenos para repetir lo que se dice! De acuerdo, los discípulos son hombres enterados: se ve que escuchan las noticias. Pero Jesús, dando un giro a la conversación, cambia repentinamente la pregunta:

-“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Mateo 16, 15).

Ustedes, los que están conmigo, los que comparten mi vida, ¿qué dicen de mí? Ya no se trata, muchachos, de repetir opiniones ajenas, sino de hablar con palabras propias. Ustedes, pues, ¿qué piensan sobre este asunto? No se puede vivir de lo que se dice: ahora es preciso adoptar una postura, hacer una elección, dejar hablar a su conciencia.

Responde Pedro en nombre de los demás:

“-Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16, 16).

-“¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan –lo felicita el Señor-, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mateo 16, 17-19).

Y al escuchar esta declaración del Señor, uno se siente tentado de decirle: “¿Realmente los poderes del infierno no podrán contra ella? ¡Nosotros, por el contrario, vemos otra cosa! Vemos cómo son fuertes y desenfadados los que odian a la Iglesia, y cómo son tímidos los que la aman. Libros y libros se escriben contra ella, y no hay artículo de periódico o parte de prensa que no se haga lenguas subrayando sus defectos reales o ficticios”.

Y siente uno también ganas de mostrarle al Señor -¡como si no lo supiera ya!- lo que dicen algunas de estas obras. “En mi modesta opinión –escribe, por ejemplo, Fernando de Orbaneja en su maligno libro Lo que oculta la Iglesia- creo que la Iglesia sobrevive gracias a su ejemplar organización. El flujo de información ascendente, y el de órdenes y normas descendente, se realiza de forma rápida y directa, pues la línea jerárquica es muy corta: Sacerdote-Obispo-Papa. Si a esto añadimos un excelente y exhaustivo control, una información fidedigna y bien filtrada, un acertado manejo del miedo y la coacción, una implacable selección de las personas y un extraordinario poder económico, la situación de la institución es privilegiada y poco menos que inexpugnable. Pero torres más altas cayeron”.

¿Lo ves, Señor? ¡Y libros como éste abundan! ¡Y hay quien los lee y se cree todo lo que dicen! Una novelista española -de muy medianos vuelos, todo hay que decirlo-, llamada Maruja Torres, escribió hace no mucho un artículo para El País, en el que se expresó con el sarcasmo que ya va siendo habitual en publicaciones de todo tipo: “Por las calles de Roma pasan autobuses especializados en turismo cristiano; en numerosas fachadas asoma su ratonil sonrisa el actual pontífice –se refería a Benedicto XVI-… Y estos buenos vivientes –permítanme el galicismo más que gálico, pero nada fálico- se abanican, como mi taxista, con la creencia de que todos los españoles somos católicos. Pastorean las ovejas suyas, pero al contar hacen trampa: incluyen a las reses (sic) que no pastan en su pradera… Deberíamos apostatar en masa. Eso les bajaría los humos”.

¡Y si únicamente fueran estos dos los que hablan así! Pero son legión. Y no te digo los nombres de los que aquí, en San Luis, se expresan en los mismos términos porque no acabaría nunca. ¿Y dices que los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella? ¡Pues bien, sí! Lo creeré. Porque tú no sólo dices la verdad, sino que eres la Verdad, es necesario creer que al final todo estará bien. “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.

En una de sus homilías, y hablando alternativamente con Pedro y con su auditorio, dijo una vez San Agustín (354-430): “Sobre esta piedra edificaré la fe que acabas de confesar. Sobre lo que acabas de decir: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo”, edificaré mi Iglesia. Tú eres, pues, Pedro. Pedro viene de piedra, no piedra de Pedro. Pedro viene de piedra, como cristiano viene de Cristo. ¿Quieres saber cuál es la piedra de la que recibe el nombre Pedro? Escucha a Pablo: ‘No quiero que ignoréis, hermanos, que todos nuestros padres se hallaron bajo la nube, todos pasaron el mar y todos fueron bautizados con Moisés en la nube y en el mar; todos comieron del mismo alimento espiritual y bebieron de la misma bebida espiritual. Bebían, en efecto, de la piedra espiritual que los seguía. La piedra era Cristo’ (1 Corintios 10, 1-4). He aquí de dónde viene Pedro” (Sermón 295, 1).

Y porque la Iglesia está edificada sobre esta Piedra, el poder del infierno no la derrotará. Si estuviese edificada sobre las debilidades de un hombre, no habría mucho que esperar de ella; pero porque la Iglesia es esa casa construida sobre roca que dice el evangelio (Cf. Mateo 7, 21-27), ningún vendaval, por furioso que sea, la derribará. Por lo pronto, la Historia sirve para esto: para que tomemos una decisión. Tú mismo lo dijiste, Señor: “Yo he venido a este mundo para un juicio: para que los ciegos vean, y los que creen ver queden ciegos” (Juan 9, 39). El tiempo es esto: la oportunidad que nos das para amarte o bien para rechazarte. Para, como lo dijiste tú mismo, se definan los campos ya desde ahora.