/ domingo 25 de agosto de 2024

Meditación del Padre Nuestro | Perdona nuestras ofensas…

“-¡Crucifícale! ¡Crucifícale! –gritaba la muchedumbre ante el palacio del procurador agitando las manos. Tal vez, para imitar a los dominadores, hasta agitaran hacia abajo el dedo pulgar.

“-Pues, ¿qué mal ha hecho?

“-¡Crucifícale!”.

No hay misericordia para el Misericordioso; no hay piedad para Piadoso. Y cuando, horas más tarde, su cuerpo penda del madero, dirigirá al Padre su última oración:

“-Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34).

El Señor implora perdón para sus verdugos; el que había enseñado a sus discípulos que había que perdonar no sólo siete veces, sino setenta veces siete a los que nos han ofendido, lleva ahora a la práctica su enseñanza.

Y, en realidad, sólo Jesús puede orar de esta manera sin mentir: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos”… Pues, ¿perdonamos nosotros de veras? Aunque, por otro lado, él no tiene ninguna ofensa que hacerse perdonar. ¿O de qué culpa pudo haberse hecho culpable? ¡De ninguna! El que en todo se hizo semejante a nosotros, en nuestra condición pecadora se hizo desemejante. Él no tiene nada de qué pedir perdón, pero enseña a sus discípulos a pedirlo.

Jesús lo sabe: sus discípulos no son ángeles, sino seres de carne y de sangre; no son almas puras, sino pecadores recalcitrantes que, con la gracia de Dios, quieren serlo cada vez menos. Los que no pertenecen a la Iglesia se rasgan las vestiduras, indignados:

-¡Pero, cómo! ¿Tan pecadores son los católicos?

Y nosotros decimos:

-Sí, lo somos. Pero sólo si tú, que nos criticas, carecieras de pecado, podrías lanzarnos la primera piedra.

Siempre, al comenzar la Misa, los católicos decimos: “Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes, hermanos, que he pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”… No minimizamos nuestro pecado, ni tratamos de disimularlo, sino que lo reconocemos públicamente esperando que, merced a nuestra confesión, Dios se apiade de nosotros y nos perdone. No hemos pecado poco, sino mucho: eso es lo que decimos; y de todas las formas posibles, además: pensando, obrando y dejando de hacer. ¡Dios nos libre de los fariseos, de esos que apuntan siempre hacia allá y nunca hacia acá! Ellos se creen limpios, impolutos e irreprochables, pero Jesús los desenmascara haciéndoles ver cuánto odia Dios su falsa pureza.

En 1948, Albert Camus (1913-1960), “el existencialista hastiado”, como lo llamó alguien recientemente, pronunció ante los dominicos de París una conferencia en el convento de Latour-Maubourg, y en ella fustigó también a los que él llamó “fariseos laicos”, de quienes dijo lo siguiente: “Existe, en primer lugar, un fariseísmo laico al que me esforzaré por no ceder. Yo llamo fariseo laico a quien finge creer que el cristianismo es cosa fácil y que aparenta exigir al cristiano, en nombre de un cristianismo visto desde el exterior, más de lo que se exige él a sí mismo”.

¡Qué profunda es esta intuición, y qué verdadera! Los fariseos no sólo existen entre las almas piadosas, sino también entre las que no lo son. ¿Y qué quiere decir esto? Que no hay quien se libre del fariseísmo.

Lo de hoy, en efecto, es criticar al cristianismo, pero no desde la pureza, sino desde la culpa: se le critica por los mismos actos que sus críticos cometen. En otras palabras, les exigen a los cristianos, en nombre de la fe, esas mismas cosas de las que, por no ser ellos creyentes, se sienten disculpados.

Una vez –y de esto fui yo testigo-, un rico industrial agnóstico criticaba a un colega suyo católico por el auto que conducía:

-¡Un Audi! ¿Y no deberías vender tu auto para darle de comer a los pobres?

Pero quien esto decía era llevado a todas partes en un Mercedes que conducía un chofer uniformado. Eso es lo que Albert Camus llamó “fariseísmo laico”.

Pero los católicos no somos fariseos –o, por lo menos no todos-, y por eso pedimos todos los días al Padre del cielo: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. ¡No somos inocentes, aunque queremos serlo! Sabemos que el perdón de Dios está condicionado al perdón que nos ofrezcamos los unos a los otros, y, sin embargo, aún así, nos atrevemos a decir: “Como también nosotros perdonamos”. Sabemos que no es nada fácil, pero queremos hacerlo.

Comentando esta petición del Padrenuestro, san Cipriano, obispo de Cartago, decía que ésta contiene toda la pólvora que es necesaria para abatir al fariseo que todo hombre lleva dentro de sí: “Después de pedir por nuestra necesaria subsistencia –enseñaba-, imploramos el perdón de nuestros pecados… ¡Cuán necesario, justo y saludable resulta que el Señor nos recuerde que somos pecadores! De esta manera, nuestro requerimiento del perdón nos recuerda el estado de nuestra miseria. Para que a nadie se le ocurra complacerse en sí mismo, imaginándose inocente, y para que nadie se pierda por razón de esa vanagloria, se le recuerda que a diario cae en pecado”.

Así es. Y el que diga que no tiene pecado es además de todo un mentiroso, convirtiéndose así en peor pecador que los demás.

“-¡Crucifícale! ¡Crucifícale! –gritaba la muchedumbre ante el palacio del procurador agitando las manos. Tal vez, para imitar a los dominadores, hasta agitaran hacia abajo el dedo pulgar.

“-Pues, ¿qué mal ha hecho?

“-¡Crucifícale!”.

No hay misericordia para el Misericordioso; no hay piedad para Piadoso. Y cuando, horas más tarde, su cuerpo penda del madero, dirigirá al Padre su última oración:

“-Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34).

El Señor implora perdón para sus verdugos; el que había enseñado a sus discípulos que había que perdonar no sólo siete veces, sino setenta veces siete a los que nos han ofendido, lleva ahora a la práctica su enseñanza.

Y, en realidad, sólo Jesús puede orar de esta manera sin mentir: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos”… Pues, ¿perdonamos nosotros de veras? Aunque, por otro lado, él no tiene ninguna ofensa que hacerse perdonar. ¿O de qué culpa pudo haberse hecho culpable? ¡De ninguna! El que en todo se hizo semejante a nosotros, en nuestra condición pecadora se hizo desemejante. Él no tiene nada de qué pedir perdón, pero enseña a sus discípulos a pedirlo.

Jesús lo sabe: sus discípulos no son ángeles, sino seres de carne y de sangre; no son almas puras, sino pecadores recalcitrantes que, con la gracia de Dios, quieren serlo cada vez menos. Los que no pertenecen a la Iglesia se rasgan las vestiduras, indignados:

-¡Pero, cómo! ¿Tan pecadores son los católicos?

Y nosotros decimos:

-Sí, lo somos. Pero sólo si tú, que nos criticas, carecieras de pecado, podrías lanzarnos la primera piedra.

Siempre, al comenzar la Misa, los católicos decimos: “Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes, hermanos, que he pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”… No minimizamos nuestro pecado, ni tratamos de disimularlo, sino que lo reconocemos públicamente esperando que, merced a nuestra confesión, Dios se apiade de nosotros y nos perdone. No hemos pecado poco, sino mucho: eso es lo que decimos; y de todas las formas posibles, además: pensando, obrando y dejando de hacer. ¡Dios nos libre de los fariseos, de esos que apuntan siempre hacia allá y nunca hacia acá! Ellos se creen limpios, impolutos e irreprochables, pero Jesús los desenmascara haciéndoles ver cuánto odia Dios su falsa pureza.

En 1948, Albert Camus (1913-1960), “el existencialista hastiado”, como lo llamó alguien recientemente, pronunció ante los dominicos de París una conferencia en el convento de Latour-Maubourg, y en ella fustigó también a los que él llamó “fariseos laicos”, de quienes dijo lo siguiente: “Existe, en primer lugar, un fariseísmo laico al que me esforzaré por no ceder. Yo llamo fariseo laico a quien finge creer que el cristianismo es cosa fácil y que aparenta exigir al cristiano, en nombre de un cristianismo visto desde el exterior, más de lo que se exige él a sí mismo”.

¡Qué profunda es esta intuición, y qué verdadera! Los fariseos no sólo existen entre las almas piadosas, sino también entre las que no lo son. ¿Y qué quiere decir esto? Que no hay quien se libre del fariseísmo.

Lo de hoy, en efecto, es criticar al cristianismo, pero no desde la pureza, sino desde la culpa: se le critica por los mismos actos que sus críticos cometen. En otras palabras, les exigen a los cristianos, en nombre de la fe, esas mismas cosas de las que, por no ser ellos creyentes, se sienten disculpados.

Una vez –y de esto fui yo testigo-, un rico industrial agnóstico criticaba a un colega suyo católico por el auto que conducía:

-¡Un Audi! ¿Y no deberías vender tu auto para darle de comer a los pobres?

Pero quien esto decía era llevado a todas partes en un Mercedes que conducía un chofer uniformado. Eso es lo que Albert Camus llamó “fariseísmo laico”.

Pero los católicos no somos fariseos –o, por lo menos no todos-, y por eso pedimos todos los días al Padre del cielo: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. ¡No somos inocentes, aunque queremos serlo! Sabemos que el perdón de Dios está condicionado al perdón que nos ofrezcamos los unos a los otros, y, sin embargo, aún así, nos atrevemos a decir: “Como también nosotros perdonamos”. Sabemos que no es nada fácil, pero queremos hacerlo.

Comentando esta petición del Padrenuestro, san Cipriano, obispo de Cartago, decía que ésta contiene toda la pólvora que es necesaria para abatir al fariseo que todo hombre lleva dentro de sí: “Después de pedir por nuestra necesaria subsistencia –enseñaba-, imploramos el perdón de nuestros pecados… ¡Cuán necesario, justo y saludable resulta que el Señor nos recuerde que somos pecadores! De esta manera, nuestro requerimiento del perdón nos recuerda el estado de nuestra miseria. Para que a nadie se le ocurra complacerse en sí mismo, imaginándose inocente, y para que nadie se pierda por razón de esa vanagloria, se le recuerda que a diario cae en pecado”.

Así es. Y el que diga que no tiene pecado es además de todo un mentiroso, convirtiéndose así en peor pecador que los demás.