/ domingo 1 de septiembre de 2024

Meditación del Padre Nuestro | No nos dejes caer en la tentación

¿A qué tentación se refiere Jesús? Porque no habla en plural: no dice “tentaciones”, sino en singular, como si para él no hubiese, en realidad, más que una sola tentación: esa sola en la que tienen su origen todas las demás.

Si esto es así, como creo que lo es, entonces, cuando Jesús enseñó a pedir al Padre que no nos deje caer en la tentación, no estaba pensando en las tentaciones que sufrió él mismo en el desierto. En cambio, durante la noche de Getsemaní, dijo en varias ocasiones a sus discípulos: “Velen y oren para que no caigan en la tentación” (Mateo 14, 38).

Jesús, aquí, vuelve a utilizar el singular. No hay pecados, sino pecado; no hay tentaciones, sino tentación. ¿Qué significa esto? Si nos quedamos en la escena de Getsemaní –si nos atenemos a ella-, la tentación sería echarse para atrás, rehusarse a cumplir la voluntad de Dios. “Padre –suplicaba Jesús en medio de las tinieblas-, que pase de mí este cáliz, pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Marcos 14, 32-36). La tentación es aquí la huida, es decir, la deserción.

Pero, se me podría preguntar: “¿Y cuál es la voluntad de Dios?” En otro tiempo, Jesús lo había dicho con entera claridad: “La voluntad de Dios consiste en que crean en aquel a quien Él ha enviado” (Juan 6, 29). Siendo así las cosas, la voluntad de Dios consiste en que creamos en Jesucristo, que entregó su vida por nosotros y por nuestra salvación, y perseveremos en esa fe que da la vida, y también vida eterna.

Si nuestra intuición es correcta, entonces cuando pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación, lo que pedimos, en realidad es esto: que no nos separemos nunca ni dejemos de seguir a Jesucristo.

“Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan 10, 10), había dicho el Señor en otra ocasión. Pero esta frase, tomada aisladamente, pierde todo su significado teológico y se convierten en una mera máxima motivacional. Por eso, es preciso comprender estas palabras a la luz de aquellas otras del mismo Jesús, que dijo: “El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6, 47); o bien de estas otras: “El que cree en el Hijo tiene la vida; el que no cree en el Hijo no tiene la vida” (Juan 3, 36).

¿Es esto absurdo? ¡De ninguna manera! Y si Jesús dijo que hay un pecado que no tiene perdón, ese es el pecado contra el Espíritu Santo, que consiste en querer alejar de Jesucristo a los que bien podrían haber creído en él. Recuérdese, si no, la escena en la que Jesús habla explícitamente de este pecado:

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales. También los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: ‘Tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios’. Él los invitó a acercarse y les puso estas parábolas: ‘¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre fuerte para llevarse sus cosas si primero no lo ata; entonces podrá vaciar la casa. Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdónjamás, cargará con su pecado para siempre’” (Marcos 3, 20ss).

¿Qué es lo que sucede aquí? Que sus enemigos acusan a Jesús de hechicería, pecado que condenaba severamente la ley de Moisés y que era castigado con la muerte (Cf. Deuteronomio 18, 10-14); dicen eso de él para que la gente se aparte y deje de seguirlo. Por eso decía el padre Pouget, gran conocedor de la Biblia y maestro de discípulos tan excelentes como Jean Guitton, Jacques Maritain y Emmanuel Mounier: “Sean malditos aquellos que quieren alejar a Dios de las gentes sencillas; esta es la fuente de todos los males y por los que sufre un mundo en el que Dios está ausente, porque Dios es lo propio del hombre. Éste es el pecado contra el Espíritu Santo que no será perdonado ni en este mundo ni en el otro. De los que son culpables de este pecado irremisible, como lo fueron esos judíos que, para apartar al pueblo de Cristo, decían que expulsaba a los demonios por medio de Belcebú, príncipe de los demonios, digo: no quisiera estar en su pellejo cuando comparezcan ante el Divino Juez” (Jacques Chevalier, Bergson y el Padre Pouget).

La tentación de la que aquí se habla, pues; la tentación de la que pedimos al Padre que nos deje caer en ella es: ya no querer seguir adelante en el seguimiento de Jesús, la de echarse para atrás y desconfiar de él. Las otras tentaciones –tener, poder, etcétera-, en todo caso, vendrán después.

“Cuando oramos para no caer en la tentación –explicaba san Cipriano en el siglo III- recordamos nuestra debilidad con objeto de que a nadie se le ocurra mirarse con satisfacción, que nadie se enaltezca con insolencia , que nadie se atribuya la gloria de la fidelidad, puesto que el Señor nos enseña que hay que aceptar nuestra flaqueza cuando dice: ‘Estad en vela y pedid no caer en tentación, porque el espíritu es animoso, pero la carne es débil’. Así que si primero hacemos profesión de humildad; si ponemos en manos de Dios cuanto le pedimos con temor y reverencia, podemos estar seguros de que su bondad nos lo otorgará” (Sobre la oración del Señor. PL 4, 521).

Pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación porque no somos fieles; porque a la primera de cambio podemos echarnos para atrás. Porque desconfiamos de nosotros mismos. Porque, en fin, nos acobardamos fácilmente.

¿A qué tentación se refiere Jesús? Porque no habla en plural: no dice “tentaciones”, sino en singular, como si para él no hubiese, en realidad, más que una sola tentación: esa sola en la que tienen su origen todas las demás.

Si esto es así, como creo que lo es, entonces, cuando Jesús enseñó a pedir al Padre que no nos deje caer en la tentación, no estaba pensando en las tentaciones que sufrió él mismo en el desierto. En cambio, durante la noche de Getsemaní, dijo en varias ocasiones a sus discípulos: “Velen y oren para que no caigan en la tentación” (Mateo 14, 38).

Jesús, aquí, vuelve a utilizar el singular. No hay pecados, sino pecado; no hay tentaciones, sino tentación. ¿Qué significa esto? Si nos quedamos en la escena de Getsemaní –si nos atenemos a ella-, la tentación sería echarse para atrás, rehusarse a cumplir la voluntad de Dios. “Padre –suplicaba Jesús en medio de las tinieblas-, que pase de mí este cáliz, pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Marcos 14, 32-36). La tentación es aquí la huida, es decir, la deserción.

Pero, se me podría preguntar: “¿Y cuál es la voluntad de Dios?” En otro tiempo, Jesús lo había dicho con entera claridad: “La voluntad de Dios consiste en que crean en aquel a quien Él ha enviado” (Juan 6, 29). Siendo así las cosas, la voluntad de Dios consiste en que creamos en Jesucristo, que entregó su vida por nosotros y por nuestra salvación, y perseveremos en esa fe que da la vida, y también vida eterna.

Si nuestra intuición es correcta, entonces cuando pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación, lo que pedimos, en realidad es esto: que no nos separemos nunca ni dejemos de seguir a Jesucristo.

“Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan 10, 10), había dicho el Señor en otra ocasión. Pero esta frase, tomada aisladamente, pierde todo su significado teológico y se convierten en una mera máxima motivacional. Por eso, es preciso comprender estas palabras a la luz de aquellas otras del mismo Jesús, que dijo: “El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6, 47); o bien de estas otras: “El que cree en el Hijo tiene la vida; el que no cree en el Hijo no tiene la vida” (Juan 3, 36).

¿Es esto absurdo? ¡De ninguna manera! Y si Jesús dijo que hay un pecado que no tiene perdón, ese es el pecado contra el Espíritu Santo, que consiste en querer alejar de Jesucristo a los que bien podrían haber creído en él. Recuérdese, si no, la escena en la que Jesús habla explícitamente de este pecado:

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales. También los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: ‘Tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios’. Él los invitó a acercarse y les puso estas parábolas: ‘¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre fuerte para llevarse sus cosas si primero no lo ata; entonces podrá vaciar la casa. Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdónjamás, cargará con su pecado para siempre’” (Marcos 3, 20ss).

¿Qué es lo que sucede aquí? Que sus enemigos acusan a Jesús de hechicería, pecado que condenaba severamente la ley de Moisés y que era castigado con la muerte (Cf. Deuteronomio 18, 10-14); dicen eso de él para que la gente se aparte y deje de seguirlo. Por eso decía el padre Pouget, gran conocedor de la Biblia y maestro de discípulos tan excelentes como Jean Guitton, Jacques Maritain y Emmanuel Mounier: “Sean malditos aquellos que quieren alejar a Dios de las gentes sencillas; esta es la fuente de todos los males y por los que sufre un mundo en el que Dios está ausente, porque Dios es lo propio del hombre. Éste es el pecado contra el Espíritu Santo que no será perdonado ni en este mundo ni en el otro. De los que son culpables de este pecado irremisible, como lo fueron esos judíos que, para apartar al pueblo de Cristo, decían que expulsaba a los demonios por medio de Belcebú, príncipe de los demonios, digo: no quisiera estar en su pellejo cuando comparezcan ante el Divino Juez” (Jacques Chevalier, Bergson y el Padre Pouget).

La tentación de la que aquí se habla, pues; la tentación de la que pedimos al Padre que nos deje caer en ella es: ya no querer seguir adelante en el seguimiento de Jesús, la de echarse para atrás y desconfiar de él. Las otras tentaciones –tener, poder, etcétera-, en todo caso, vendrán después.

“Cuando oramos para no caer en la tentación –explicaba san Cipriano en el siglo III- recordamos nuestra debilidad con objeto de que a nadie se le ocurra mirarse con satisfacción, que nadie se enaltezca con insolencia , que nadie se atribuya la gloria de la fidelidad, puesto que el Señor nos enseña que hay que aceptar nuestra flaqueza cuando dice: ‘Estad en vela y pedid no caer en tentación, porque el espíritu es animoso, pero la carne es débil’. Así que si primero hacemos profesión de humildad; si ponemos en manos de Dios cuanto le pedimos con temor y reverencia, podemos estar seguros de que su bondad nos lo otorgará” (Sobre la oración del Señor. PL 4, 521).

Pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación porque no somos fieles; porque a la primera de cambio podemos echarnos para atrás. Porque desconfiamos de nosotros mismos. Porque, en fin, nos acobardamos fácilmente.