Hoy analizaremos, queridos jóvenes, una máxima de San Agustín (354-430) que habla, precisamente, de la felicidad. Concederán ustedes que se trata, como diría Camus, nuestro estimado Camus, de un problema filosófico verdaderamente serio.
Y, por lo demás, no les extrañe a ustedes que junto a San Agustín haya citado a Camus: en cierto sentido, eran almas gemelas, y casi se podría decir que fueron paisanos, aunque la Providencia haya hecho nacer a uno antes y al otro mucho después. Con esto quiero decir que, de haber sido contemporáneos, se habrían conocido y tal vez, no lo sé, hasta apreciado. Pero no nos desviemos de nuestro camino y volvamos a la máxima que hoy vamos a analizar. Durante las lecciones pasadas, si lo recuerdan bien, nos ocupamos en leer algunos textos estoicos; hoy es el turno de San Agustín, y comenzaremos a estudiarlo con esta máxima tomada de uno de sus tratados:
“Todos deseamos ser felices. Pero no puede ser feliz el que no posee lo que ama, ni el que ama lo nocivo, ni el que no ama lo que posee, aunque sea lo mejor”.
Ante todo, conviene notar –estoy seguro de que ustedes ya lo han hecho- que nada dice nuestro autor acerca de qué sea concretamente la felicidad; no da, por cierto, una definición, sino que partiendo de lo que no es, dice: “Pero no puede ser feliz el que”…
Estando así las cosas, no nos queda más remedio que leer entre líneas y, partiendo de lo que no es, llegar, dando un rodeo, a lo que la felicidad es o podría ser. Por lo pronto, tres tipos de hombres, según él, no alcanzarán nunca la felicidad, a saber:
1) Los que no poseen lo que aman.
2) Los que aman lo que les hace daño.
3) Los que no aman lo que poseen.
Empecemos con los primeros:
No puede ser feliz el que no posee lo que ama. ¿Quién es éste? Imaginémonos a un hombre nacido para el retiro y la contemplación y a quien las circunstancias han hecho andar por otro camino. Se trata de un amante de la vida tranquila, pero hete aquí que la injusta necesidad lo ha orillado a tener que trabajar en un banco. Él quisiera, por ejemplo, pasarse la vida leyendo o escribiendo, pero no le ha quedado otro remedio que contar billetes que no son suyos, cobrar facturas y extender recibos. Ahora bien, díganme ustedes: ¿cómo va a ser feliz este hombre si no posee lo que ama? Pero sigamos con los ejemplos: a aquel otro le gustaría colgarse una mochila al hombro y recorrer el mundo, pues por naturaleza es un nómada y no soporta los lugares cerrados. ¿Cómo va a ser feliz trabajando en un despacho mal aireado? No puede serlo, y no lo será sino hasta que, merced a un acto de valentía suprema, se decida a ser sí mismo. Digámoslo de una vez por todas: estos hombres podrán poseer todo lo que ustedes se imaginen: talento, belleza, salud, etcétera, pero si carecen de lo único que aman, no pueden ser felices. La infelicidad, pues, es una carencia: la carencia de aquello que es, para nosotros, lo único que importa.
Pero pasemos ahora a la segunda proposición, que dice así: Ni el que ama lo que es nocivo. Para ilustrarla, me valdré de otro texto de nuestro autor, aquel en el que pregunta: “El hombre que tiene lo que desea, ¿es feliz?”. “Mi madre –dice- tomó entonces la palabra. ‘Si él quiere, dijo ella, y obtiene lo que es bueno, entonces es feliz; si quiere el mal y lo obtiene, es desdichado’. Madre, respondí yo con una sonrisa de aprobación, habéis alcanzado las cumbres de la filosofía. Os han faltado las palabras para expresaros como Cicerón, pero lo que habéis dicho es su pensamiento. En su Hortensio, escrito en alabanza y defensa de la filosofía, dice que algunos, no filósofos sino discutidores hábiles, declaran felices a los que llevan la vida que desean. Es un error. Porque querer lo que no conviene es el mayor de los males; se es menos desdichado por no alcanzar el fin a que se aspira que por aspirar al mal; la corrupción del bien suele acarrear más daños que bienes puede reportar la fortuna. A estas palabras, ella prorrumpió en tal exclamación que creímos ver a un hombre superior sentado entre nosotros; yo, sin embargo, sabía de qué fuente divina manaban aquellas verdades”. Los invito a imaginarse a un niño en la feria: camina tomando del brazo a su papá, y, a lo lejos, ve unos hermosos algodones de azúcar que trastorna sus sentidos. ¡Él quisiera comerse uno! Pero resulta que el niño es diabético… ¿Cómo ser felices cuando añoramos lo que nos mata?
Por último están, según el decir de San Agustín, los que no aman lo que tienen, así sea lo mejor. De no amar lo que se tiene nace la envidia, la rabia, el furor. Éstos viven comparándose siempre con los otros. Ambicionan la casa del vecino, pero no porque sea más bella que la suya, sino porque le es ajena. Y, así, si los primeros –es decir, aquellos que no tienen lo que aman- viven en la nostalgia, éstos viven casi siempre en la insatisfacción. ¡Ama lo que tienes! Aprecia las riquezas que ya posees y entonces tu vida será distinta. ¿Cómo te tienes a ti mismo por pobre si eres rico? Busca lo que amas, pero cuida mucho que esto que amas sea bueno. Y, cuando lo tengas, quédate con ello, disfrútalo, gózalo y, sobre todo, agradécelo.
Bien, queridos jóvenes, por hoy es suficiente. Mañana analizaremos otro texto que, espero, les sea tanto o más provechoso que éste que hoy hemos analizado. ¡Hasta la próxima vez!