Desde principios de este año los precios internacionales de los alimentos han superado las expectativas, con consecuencias para los consumidores.
Más discursos y la misma indiferencia en el mundo desarrollado. Y en América Latina el mismo dilema: más inflación o más revaluación.
Como exportadores netos de alimentos, Brasil, Paraguay y Uruguay son beneficiarios de las alzas de los precios internacionales.
En cambio, Colombia, México y Perú están en la lista de perdedores, pues son importadores netos de la canasta de commodities alimenticios más importantes en el comercio mundial, que comprende el arroz, el azúcar, el maíz, la soya y el trigo.
Sin embargo, unos y otros respondieron al shock de precios apreciando sus monedas, con lo cual abarataron las importaciones y amortiguaron el efecto inflacionario de los mayores precios externos.
Es posible que hayan actuado así porque el shock de precios vino acompañado por una avalancha de capitales internacionales.
Es cierto que no solo han aumentado los precios de los alimentos. El precio del petróleo también ha tenido sus vaivenes.
Pero, a juzgar también por las experiencias pasadas, los mayores precios del petróleo no se reflejan en más inflación en casi ningún país de la región.
Cuando los precios de los combustibles y la energía eléctrica son controlados, el mayor costo lo asume el gobierno, sin mayor efecto inflacionario inmediato.
Y cuando los precios de estos productos reflejan los mayores costos del petróleo, operan como un impuesto, reduciendo la demanda agregada y los precios de otros productos.
La pregunta crucial es si en esta ocasión los bancos centrales y los gobiernos van a reaccionar de la misma manera, permitiendo que las ya apreciadas monedas se valoricen aún más y que, por consiguiente, se debilite nuevamente la competitividad de los sectores que son exportadores o que compiten con importaciones.
Esto puede agudizar la informalidad y el desempleo, y perjudicaría a los campesinos y trabajadores agrícolas que no están en los sectores en boom de precios. Sin embargo, sería un alivio para los más pobres en las zonas urbanas que tienen que dedicarle una parte muy importante de sus ingresos a comprar alimentos.
La otra opción no es menos atractiva: impedir una mayor apreciación de la moneda a cambio de una inflación más alta tendría los efectos distributivos opuestos y debilitaría la credibilidad de los bancos centrales, lo que a la postre se traduciría en mayores tasas de interés.
Hay pocas posibilidades de escapar a este dilema, especialmente en los países donde los alimentos transables internacionalmente tienen un alto peso en la canasta de consumo.