(Juan 1:12-13)
Por Víctor Hugo Guel González
El evangelio de Juan introduce uno de los temas más profundos del cristianismo: el privilegio de ser llamados hijos de Dios. En Juan 1:12-13, leemos: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. Este pasaje revela que aquellos que reciben a Cristo son adoptados en la familia de Dios.
Ser hijo de Dios no es solo una posición espiritual, sino una identidad que nos transforma. No somos hijos de Dios por “voluntad de carne”, ni por “voluntad de varón”, sino únicamente por la voluntad de Dios. Esto significa que nuestra adopción como hijos de Dios es un acto de gracia, donde Dios toma la iniciativa para reconciliarnos consigo mismo a través de Jesucristo.
La paternidad de Dios es cercana y amorosa. Nos invita a acercarnos a Él con confianza. Romanos 8:15 lo confirma: “habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!”. Este término “Abba”, que en arameo significa “papá”, expresa la intimidad de nuestra relación con Dios.
El evangelio de Juan aclara que no todos son automáticamente hijos de Dios. La adopción ocurre cuando una persona “recibe” a Cristo y “cree en su nombre”. Este acto de fe no es simplemente una aceptación intelectual, sino una entrega personal y una confianza en Jesús como Señor y Salvador.
La adopción implica un cambio de naturaleza. Aquellos que creen en Cristo son transformados. 2 Corintios 5:17 afirma: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es…”. Ser hijo de Dios no solo es un cambio de estatus, sino un cambio de vida.
Este privilegio conlleva responsabilidad. Si somos hijos de Dios, nuestras vidas deben reflejar a nuestro Padre celestial. Efesios 5:1 nos exhorta a “ser, pues, imitadores de Dios como hijos amados”. Como hijos de Dios, estamos llamados a vivir en amor y justicia.
La evidencia más clara de nuestra relación con Dios, es el amor hacia los demás. En 1 Juan 3:10, el apóstol Juan dice: “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios”. Ser hijos de Dios no es solo un privilegio, sino también un llamado a reflejar el carácter de Dios en nuestras relaciones y acciones.
El llamado a ser hijos de Dios, según Juan, es una invitación a una relación plena con nuestro Creador. Ser hijo de Dios no es un logro humano, sino un regalo divino que recibimos al creer en Jesús. Esta nueva identidad cambia la forma en que vivimos, amamos y servimos, al tiempo que nos da la seguridad de que pertenecemos a la familia de Dios para siempre. Como hijos de Dios, estamos llamados a reflejar su carácter y a vivir con la certeza de su amor incondicional y su fidelidad eterna.